lunes, 18 de octubre de 2010

Texto en español





ECLECTICISMO Y PROPAGANDA POLÍTICA EN « LA EPOPEYA DEL PUEBLO MEXICANO » DE DIEGO RIVERA






Cuando el mismo artista se impone a sí mismo, en sus producciones, una línea política y hace actuar a su consciente como controlador del subconsciente (a pesar de las buenas intenciones) se produce un arte de baja calidad estética
Diego Rivera, 1938

Detrás del amanuense se extendían unas termas en cuyas albercas, dispuestas de tres en fondo, se bañaban indios y conquistadores, mexicanos del tiempo de la colonia, el cura Hidalgo y Morelos, el emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota, Benito Juárez rodeado de amigos y enemigos, el presidente Madero, Carranza, Zapata, Obregón; soldados de distintos uniformes o desuniformados, campesinos, obreros del DF y actores de cine: Cantinflas, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solis, Aceves Mejía, María Félix, Tin-Tan, Resortes, Calambres, Irma Serrano y otros que no reconocí pues estaban en las albercas más lejanas y ésos sí que eran verdaderamente chiquititos.

Roberto Bolaño
Los detectives salvajes





INTRODUCCION


Esta investigación busca separar los hilos que conforman la trama de uno de los proyectos pictóricos más ambiciosos de Diego Rivera, La epopeya del pueblo mexicano. La pintura, que acompaña las escaleras principales del Palacio Nacional de México (uno de los edificios simbólicamente más importantes del país), narra la historia de México desde el tiempo de los toltecas hasta el futuro que seguirá a la revolución comunista, según el autor.
A primera vista, la obra es una multiplicación aparentemente confusa de enfrentamientos violentos y de personajes; luego, cuando se mira con más detalle, queda claro que se compone de escenas relativamente autónomas. Una vez pasa el efecto hipnótico que producen los colores, las líneas, y las figuras que cubren la totalidad del campo visual, comienza el proceso de decodificación de los mensajes que Rivera presenta.
Evidentemente, como todo trabajo artístico complejo, La epopeya del pueblo mexicano es una obra abierta, ambigua (en el sentido que plantea Umberto Eco, 1965), que se niega a ser entendida bajo una sola relación de significante a significado. Sin embargo, La epopeya del pueblo mexicano intenta ser, antes que nada, un trabajo didáctico, universalmente comprensible que, según Rivera, debe servir para difundir el mensaje de la revolución comunista[1]; según esta propuesta, todo, en la obra, transmite claramente el mensaje revolucionario pero, ¿hasta qué punto Rivera es fiel a su idea? Hay algunos hechos que apuntan a favor de una interpretación mucho más compleja.
Por una parte, la vida de Rivera se caracterizó por la inestabilidad: psicológica (pasaba etapas de depresión severa), geográfica (saltó de un continente a otro, y  de un lado a otro de la frontera, con relativa frecuencia), y sentimental (es casi imposible conocer el número de sus amantes, y compartió su techo con cuatro mujeres durante largos periodos sucesivos de su vida) pero, curiosamente, hay dos aspectos excepcionalmente estables en el artista: su estilo de pintura (al que llegó cuando tenía algo más de treinta años), y sus creencias políticas (a las que llegó un poco antes). Rivera se aferró a la doctrina marxista con la fe del converso, y no cambió sus ideas a pesar de haber sido expulsado dos veces del partido comunista, de haberse llevado una impresión terrible de la Rusia de Stalin, y de haber hecho amistad con algunos de los grandes capitalistas de los Estados Unidos. En su caso, las ideas políticas dictaron la búsqueda estética: un mensaje universalmente comprensible, destinado a llegar a personas sin formación artística; enviado bajo una cobertura pictórica de un gran nivel técnico, producto de la pasión que Rivera sintió por la pintura durante toda su vida.
Por otro lado, Rivera prefería la libertad creativa que intelectualizar la obra (…); de hecho, fuera de los temas que tenían que ver estrictamente con la técnica plástica, Rivera no fue un hombre de discursos cuidadosamente estructurados, como lo demuestra su obra escrita.
Estos, entre otros hechos, convierten a La epopeya del pueblo mexicano en una obra libre que, sin traicionar su vocación didáctica, incorpora elementos que reflejan las creencias personales del autor y las influencias, biográficas e históricas, del momento en que Rivera fijó los pigmentos a los muros.
Para intentar aclarar cuánto hay de propaganda política y cuánto de interpretación personal en esta enorme narración de la historia de México, he dividido la investigación en dos partes: en la primera, la mirada se dirige hacia el exterior de la pintura; en la segunda, la mirada busca en su interior.
El primer capítulo resalta, en unas pocas páginas, los elementos que convierten al Palacio Nacional de México en una referencia simbólica, repasando la historia del edificio desde que fue levantado por órdenes de Hernán Cortés hasta que recibió las últimas reformas, justamente cuando se le encarga a Rivera decorar las paredes interiores del edificio.
El segundo capítulo busca en la historia de México las fuerzas que dominan al país una vez acabada la revolución (el momento en que Rivera regresa de Europa). La idea es contrastar las líneas de una situación extremadamente compleja, entre un gobierno que se asocia al principal sindicato para eliminar a sus oponentes políticos con técnicas de gángster, y otro gobierno que primero recupera, y luego deshecha y traiciona, los principios de la revolución.
El tercer capítulo traza la biografía de Rivera hasta el momento en que pinta La epopeya del pueblo mexicano, atravesando la niñez del hijo de un funcionario de provincia; la formación de un adolescente obeso y tímido que se refugia en la pintura; la vida de un artista bohemio, a principios del siglo XX, en México DF, Madrid, y París; y el regreso a México, con los malabarismos que Rivera ejecuta para convertirse en el pintor de la corte.
El cuarto capítulo (el primero de la segunda parte) se desplaza por la obra con una mirada carente de referencias, esa que propone Panofsky (1967) como el primer nivel de aproximación a la obra plástica.
Finalmente, el quinto capítulo utiliza la iconografía para llegar a las ideas que transmiten las figuras representadas, intentando combinar la historia[2], la biografía[3], y el arte[4]. Este capítulo avanza entre las ideas que nacen de la obra como totalidad (la interpretación del tiempo histórico como un fenómeno cíclico, por ejemplo), y las que sugieren las escenas individuales (la condensación del carácter nacional en la figura de El Mestizo, el hijo de Cortés y La Malinche, por ejemplo).
Las razones que me han llevado a escoger esta obra de Rivera como objeto de estudio tienen que ver, en primer lugar, con el fuerte impacto artístico que sentí cuando, en el año 2005, visité el Palacio Nacional de México. No puedo decir cuánto tiempo me quedé hipnotizado por la fuerza expresiva del mural, rodeado de las figuras y de los colores, sorprendido por lo acertado de la composición (no importa dónde se dirija la mirada, la pintura mantiene siempre su ritmo), pero la sensación de asombro me marcó y he aprovechado la oportunidad que me ofrece el master de Teoría y práctica del lenguaje y las artes de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales para recorrer la obra, ahora con lentitud y detalle.
Por otra parte, tengo la sensación de que Rivera, como pintor, durante los últimos años ha sido injustamente olvidado. Se ha llegado a un punto en que la gente de la calle sabe de él básicamente por haber estado casado con Frida Khalo. A mediados del siglo XX Rivera era considerado el mejor muralista del mundo y uno de los más importantes pintores contemporáneos. La fuerza expresiva de su pintura, y su altísima calidad técnica, le dieron fama internacional, incluso dentro de ambientes donde sus creencias políticas estaban vetadas. El Museo de Arte Moderno de Nueva York, por ejemplo, dedicó a Rivera su segunda gran retrospectiva individual, después de Matisse, otro de los grandes pintores del siglo XX. No puedo decir exactamente cuáles son las razones que han puesto a la pintura de Rivera bajo la sombra, pero sospecho que tienen que ver con sus creencias políticas. En todo caso, veinte años después de la caída del muro de Berlín, y tras haberse llegado a una situación de desinterés generalizado por la política, habría que manejar los contenidos propagandísticos comunistas de Rivera con la misma perspectiva que se tiene frente a la propaganda católica en un pintor como El Greco. Pienso que es un buen momento para regresar a los muralistas, y en particular a Rivera, reconociendo su impresionante calidad pictórica y su riqueza expresiva. Afortunadamente, noto, por la aparición de publicaciones y de otras investigaciones, que no estoy solo al pensar de esta manera.
La base teórica, la concepción práctica de lo multidisciplinario, la desarrollé durante los dos años de estudios en la EHESS. Mi formación tiene relación fundamentalmente con el derecho, las relaciones internacionales, y la literatura; entrar de lleno a analizar una obra plástica ha sido un reto interesante y exigente. En este sentido, el contacto directo con el trabajo y con el estilo de algunos profesores de la maestría ha sido fundamental. La intuición, la sutileza, el olfato, y la agudeza, cuando se analiza una obra plástica, ha despertado mi curiosidad y me ha animado a avanzar en la investigación. Evidentemente las lagunas metodológicas y conceptuales en relación con las artes plásticas son prácticamente inevitables; trato de compensarlas apelando a mis estudios políticos y a las vivencias y el conocimiento que tengo de Latinoamérica (nací y viví 28 años en Venezuela). En todo caso, he intentado ser honesto, y evitar la tentación de recubrirme de citas y teorías que, realmente, todavía estoy en proceso de asimilar.
Si esta investigación puede servir para despertar, o aumentar, el interés del lector por la impresionante obra de Diego Rivera, aportando ideas que enriquezcan el contacto con su trabajo, yo me daré por satisfecho.
Cierro agradeciendo el ejemplo de sutileza y penetración de los análisis de Giovanni Careri; la muestra de equilibrio y lucidez de las interpretaciones de Brigitte Derlón; la fluidez y el brillo de las divagaciones de Philippe Roger; la solidez y la inteligencia de las teorías de Jean Marie Schaeffer, y el empeño y el gusto por el conocimiento del resto de los profesores.







Índice

Introducción

I.- Exterior

1 El Palacio Nacional de México

2 México
2.1 Obregón (1920 – 1924)
2.2 Calles (1924 – 1928)
2.3 Portes Gil (1928 – 1930)
2.4 Ortiz Rubio (1930 – 1932)

3 Diego Rivera
3.1 Guanajuato (1886 - )
3.2 México DF (…)
3.3 Madrid (…)
3.4 París (…)
3.5 México DF (…)
3.6 EEUU (…)
3.7 México DF (…)

II.- Interior

4 Descripción
4.1 Muro frontal
4.2 Escalera derecha
4.3 Escalera izquierda


5 Iconografía

Conclusiones

Bibliografía

 





1 El Palacio Nacional de México

El edificio actual tiene sus bases sobre uno de los palacios (las Casas Nuevas) de Moctezuma Xocoyotzin (Monctezuma II), el gobernante del imperio azteca al momento de la llegada de Cortés a Tenochtitlán, en 1519. Cortés lo utilizó como fortaleza la primera vez que entró a la ciudad. Luego de la conquista armada de Tenochtitlán, tras una profunda reconstrucción, Cortés establece en este lugar su residencia. Según el nuevo trazado cuadriculado de la ciudad, el Palacio se encontraba frente a la enorme plaza mayor (el actual Zócalo), y próximo al cabildo y a las ruinas un pequeño templo azteca probablemente dedicado a Quetzalcoatl; sobre estas ruinas, por órdenes del propio Cortés, se construye un templo que, años después, en 1534, será la catedral de México (…).
Para Diego Rivera la utilización de las bases y de algunos materiales de los edificios aztecas tiene, además de un carácter práctico, un valor simbólico. Sobre el carácter práctico Rivera dice: (…). Sobre el valor simbólico, señala: (…). Esta idea conecta con los estudios de Louis Marin sobre la representación del poder (…): los conquistadores, al apropiarse de los espacios donde anteriormente se ubicaban las escenografías de las elites aztecas, y construir sobre sus ruinas edificios equivalentes desde el punto de vista institucional (templos cristianos sobre templos paganos, palacios hispánicos sobre palacios aztecas, fortalezas sobre construcciones defensivas, etc.), reproducen, en el plano material, sus intenciones de sustituir, en el plano simbólico, las representaciones que facilitan el ejercicio del poder sobre la población indígena; en el caso de los templos, “capturando” el carácter sagrado del lugar (Duverger, 1978. p. 25)[5].
El edificio se convierte en palacio virreinal y es ampliado progresivamente, según las necesidades del gobierno, administrativas, defensivas y, posteriormente, lúdicas (llegaría a albergar una plaza de toros y varias pulquerías) (…). Una revuelta indígena incendió el complejo arquitectónico en 1692; después del incendio, el Palacio quedaría en ruinas hasta que, en 1711, se reconstruye aprovechando en parte el trazado original (…).
En 1821 Agustín de Iturbide firma, en el interior del Palacio, el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, y el edificio recibe el nombre de Palacio Imperial. En su interior, se desarrollarían algunos episodios emblemáticos de los primeros tiempos del México independiente: firma del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, de la Constitución Federal de los Estados Unidos de México, entre otros. En 1824, al fundarse la República, el nombre cambia a Palacio Nacional, y alberga los nuevos poderes republicanos (…). En 1863 el Palacio pasa a manos de Maximiliano de Habsburgo, y vuelve a llamarse Palacio Imperial, pero el emperador de origen austriaco instalaría su residencia en la colina de Chapultepec. En 1867 Juárez lo recupera para la república, y vuelve a cambiar su nombre; cinco años más tarde el presidente muere en las habitaciones del Palacio Nacional (…).
Durante el Porfiriato el Palacio mantiene funciones administrativas, pero no residenciales (Díaz se estableció en Chapultepec); aunque en 1901 Porfirio Díaz ordena las obras que darían al Palacio su planta actual, y lo utiliza para celebraciones oficiales.
En 1929 el presidente Plutarco Elías Calles inicia algunas reformas de importancia en el Palacio, principalmente añadir un tercer piso, y cambiar elementos decorativos importantes: sustituir la fachada, eliminar esculturas y contratar a Diego Rivera para que decorara el interior del Palacio con sus frescos (…).




2 México

2. 1 Obregón (1920-1924)

México, al comenzar la década de los 20, era un país arruinado por una guerra civil que duró casi diez años y no resolvió las contradicciones que la provocaron. El territorio dominado por las elites locales y los inversionistas extranjeros (el México de Porfirio Díaz) no se convirtió, por la guerra, en el país nacionalista y popular (el México que ofrecía la Revolución) pero, en cambio, los viejos líderes políticos y militares fueron desplazados por un grupo nuevo de nombres nacidos durante el conflicto.
Además de arruinar al país, la guerra civil sirvió para radicalizar las fuerzas que se disputaban el poder en México: por un lado, los grupos que podrían decirse conservadores (inversionistas extranjeros, terratenientes, industriales, iglesia católica, caudillos regionales y nacionales fieles a las elites y a Porfirio Díaz), y por el otro lado, los grupos revolucionarios (sindicatos, agraristas, nuevos caudillos políticos y militares, partidos de izquierda). Estos dos grupos no actuaban en bloque y, en su interior (sobre todo entre las tendencias revolucionarias), eran frecuentes los enfrentamientos violentos (sindicalistas vs. agraristas); además, la lucha armadas entre los nuevos caudillos era algo cotidiano desde que comenzó la guerra civil.
A primera vista, el hombre que toma el poder y oficialmente pone fin a la guerra civil, el general Álvaro Obregón, responde a las aspiraciones del segundo grupo (su discurso es abiertamente revolucionario); sin embargo, por las circunstancias, su pragmatismo, y su voluntad de convertirse en gran caudillo de México, se mantuvo en una actitud oportunista, aliándose indistintamente con unos y otros en función de su propio interés. Durante sus cuatro años de gobierno Obregón utilizó todos los medios posibles, legales o ilegales, para debilitar o eliminar a sus enemigos políticos, independientemente de su ubicación en el espectro ideológico; paralelamente, favoreció y atacó indiscriminadamente a las distintas fuerzas según las circunstancias. Como prueba de su habilidad política, Obregón alcanzó a transmitir “pacíficamente” el poder al que, en teoría, era su sucesor, el general Calles, algo que desde hacía muchos años no ocurría en México (Semo, 1989. p. 28 ss).
Aunque el oportunismo fue la constante, el general Obregón mantuvo una simbiosis estrecha, aunque frágil, con la agrupación sindical más importante de México en aquél momento (la CROM); a través de ella el gobierno intimidó, corrompió, amenazó, torturó o asesinó a muchos de sus enemigos políticos; a cambio, este sindicato obtenía ventajas económicas e impunidad cuando, por su lado, realizaba acciones criminales (.
Durante sus años de gobierno Álvaro Obregón enfrentó:
1. La ruina económica del Estado y la ausencia de soporte financiero: durante la guerra civil el promedio de vida de los gobiernos mexicanos fue particularmente corto; en medio del conflicto los gobiernos acudían a los bancos extranjeros para intentar sostener los gastos militares o evitar la quiebra económica; los gobiernos entrantes llegaban al poder tras combatir a muerte a los beneficiarios de los préstamos y se encontraban, a su vez, en situación desesperada desde el punto de vista financiero. En algún caso (Carranza), el gobierno mexicano decidió suspender el pago de la deuda, pero el precio fue el aislamiento internacional y la quiebra. Cuando Obregón llega al poder, la credibilidad del gobierno mexicano en relación con el pago de sus deudas era escandalosamente baja. Afortunadamente para Obregón, durante la primera guerra mundial México se había convertido en un importante exportador de petróleo, los inversionistas extranjeros necesitaban un gobierno que garantizara un mínimo de orden y de paz. La Constitución mexicana de 1917 preveía la nacionalización de la industria petrolera; los líderes revolucionarios (y entre ellos, el propio Obregón) utilizaron el discurso nacionalista para sostener sus acciones; si Obregón hubiera sido consecuente con este discurso las empresas petroleras extranjeras tendrían que haber abandonado México, pero muy probablemente eso hubiera significado enfrentarse a los gobiernos de las potencias internacionales, especialmente de Estados Unidos, y Obregón hubiera quedado en una situación vulnerable económica y militarmente. El presidente optó por negociar con los inversionistas extranjeros manteniendo, frente a sus seguidores, un discurso nacionalista. Aunque las negociaciones tardaron en concretarse, los resultados, favorables para Obregón, se demostraron rápidamente, durante el primero de los dos grandes levantamientos armados que intentaron poner fin de manera violenta al gobierno.
2. Los levantamientos armados: la guerra civil movilizó a una buena parte de la población activa masculina hacia las armas; el territorio mexicano estaba poblado por un número importante de caudillos con ejércitos particulares, de tallas diversas; frente a un Estado central debilitado por la guerra, estos caudillos habían desplazado a las jerarquías políticas de los tiempos de Porfirio Diaz, reproduciéndolas a su manera; Obregón, desde el inicio de su gobierno, y de acuerdo con su proyecto centralista (que, en la práctica, coincidía con su idea de convertirse en el único caudillo del país), se dio a la tarea de pacificar las regiones a través de la negociación o por la vía armada. La pacificación se llevó exitosamente aunque, en algún caso, esto implicó recurrir directamente al asesinato político (Pancho Villa, uno de los grandes nombres de la Revolución, que vivía retirado en su hacienda, fue abaleado después de hacer públicas algunas declaraciones imprudentes). Sin embargo, la intransigencia de Obregón a aceptar la oposición política y los métodos de gángster que utilizaba para disminuir o eliminar a sus posibles competidores, crearon un malestar creciente en el ejército que llevó, en abril de 1922, al levantamiento armado de Juan Carrasco. El pretexto del levantamiento fueron las negociaciones con los Estados Unidos. En poco tiempo una buena parte del ejército se pasó al lado de la insurrección siguiendo las órdenes de sus generales, pero el movimiento carecía de propuestas y no consiguió apoyo popular. En pocos meses, con dinero y armas norteamericanos, Obregón, que durante la guerra civil había sido un destacado general, capturó, fusiló, hizo asesinar, y puso en el exilio a la mayor parte de los conjurados; aprovechó, además, para eliminar una buena parte de la oposición, aunque no estuviera implicada en la revuelta, y utilizó el levantamiento como pretexto para disolver, en abril de 1923, a las fuerzas armadas, restándole poder al aparato militar dominado por los caudillos locales y favoreciendo la creación de un ejército central a sus órdenes (…). La segunda gran revuelta que enfrentó Obregón tuvo lugar al final de su periodo presidencial, cuando De la Huerta, un antiguo ministro y ahora candidato a la presidencia de México, argumentando que las elecciones estarían viciadas, se rebeló con el apoyo de dos tercios del ejército, dirigido por generales que desconfiaban de Obregón, aunque no necesariamente eran fieles a De la Huerta. Los rebeldes eran favorables a los intereses de las elites mexicanas, lo que llevó a Obregón, para reducir la revuelta, a apoyarse en el movimiento agrarista y en su aliado tradicional, el sindicato CROM. Los norteamericanos favorecieron, otra vez, al gobierno oficial, aunque a la sombra algunos petroleros financiaron la revuelta. El aire porfirista que despedían los amotinados provocó la desconfianza popular, que temía perder los beneficios obtenidos tras la sangrienta guerra civil. En pocos meses Obregón venció al numeroso, pero mal manejado, ejército rebelde y eliminó a la mayoría de sus cabezas (miles de oficiales y más de cien generales murieron en el conflicto, de acuerdo con los cronistas de la época) (…).
3. La reforma agraria: una de las “grandes causas” de la Revolución mexicana fue el problema de la restitución de tierras a los campesinos que habían sido despojados por las leyes de Porfirio Díaz[6]; pero la guerra civil no consiguió quebrar la resistencia de los grupos que tuvieron el favor de Porfiriato. Obregón sabía que el enfrentamiento directo con los terratenientes los empujaría a financiar a otro caudillo. Del otro lado, las masas campesinas que en su momento apoyaron a Zapata o a otros líderes campesinos exigían la restitución de tierras; además, la reforma agraria era uno de los elementos fundamentales del discurso revolucionario. Al principio de los años veinte, terminada oficialmente la guerra civil, las masas campesinas se organizaron en ligas para convertirse en actores políticos; algunas de estas ligas tenían un carácter radical y defendían la legitimidad de la lucha armada, otras eran más moderadas; varias ligas agrarias comenzaban a funcionar de acuerdo con doctrinas políticas, y en algunos casos llegaron incluso a ensayar soviets siguiendo los experimentos que se desarrollaban en Rusia. La solución que encontró Obregón frente a este difícil tema fue responder a las exigencias campesinas, pero en cámara lenta. El gobierno mexicano creó organismos para tramitar la entrega de ejidos siguiendo un procedimiento bastante complicado; luego, frente a las exigencias campesinas, se reglamentó la dotación de tierras con un procedimiento más sencillo. El gobierno tenía que encontrar la manera de indemnizar a los expropiados y evitar la reacción violenta de los terratenientes, pero las finanzas del Estado estaban en crisis. Se dictaron y derogaron leyes y, apremiados, muchos líderes agraristas optaron por ocupar tierras de manera violenta; esto, por supuesto, generó choques armados con los propietarios y, frente a la inmovilidad del gobierno, el movimiento agrarista se radicalizó. Obregón abrió la posibilidad legal para que los terratenientes crearan sus pequeños ejércitos mientras continuaba “atendiendo” los reclamos de los líderes agrarios. Paralelamente, las dos grandes rebeliones militares que enfrentaron al gobierno de Obregón intentaban favorecer los intereses de las elites regionales, lo que llevó al movimiento campesino a ponerse del lado de Obregón, por ser, entre los dos bandos, la opción menos mala para los agraristas. En ambos casos, el apoyo armado del movimiento agrario al gobierno de Obregón fue fundamental para el triunfo rápido sobre las revueltas; pero estos arreglos eran coyunturales, y los problemas entre la posición de Obregón y las demandas campesinas estaban vivos al finalizar el periodo presidencial (…).
4. Los movimientos políticos radicales: la Revolución mexicana no fue una lucha de discursos totalizadores o de ideologías, sino de exigencias específicas sobre temas concretos; esto se demuestra con el hecho de que los contendientes, en lugar de seguir a determinados partidos políticos, iban detrás de los caudillos, y a su vez, los caudillos buscaban responder a las expectativas de sus seguidores, no adaptarse a una ideología. Evidentemente, detrás de cada grupo había una forma de entender la realidad y una propuesta de modelo económico y social más o menos concreta; globalmente, se podría decir que, al momento de estallar la Revolución, el gobierno de Díaz estaba del lado del “progreso”, aproximadamente como era entendido en la Europa positivista; los asesores de Porfirio Díaz, llamados los “científicos”, eran partidarios de la “modernización” del país y de la aplicación de las nuevas tecnologías para aumentar la producción a gran escala (lo que, de hecho, se hizo), y priorizaron el crecimiento económico, la explotación de los recursos, y las inversiones extranjeras, frente a la satisfacción de las necesidades populares; para cumplir sus objetivos de “progreso” el gobierno de Díaz no dudó en atacar las estructuras económicas tradicionales, y utilizó a las masas desfavorecidas como un recurso más; el poder público desplazó, muchas veces a la fuerza, a grandes masas de población y, con frecuencia, la mano de obra trabajó en condiciones de semi esclavitud, supuestamente para favorecer la competitividad mexicana (…). Los revolucionarios, en cambio, reunían a un amplio espectro de intereses unidos sólo por la lucha contra el enemigo común; es por eso que cuando, al principio de la Revolución, Porfirio Díaz parte al exilio y Madero, líder opositor que venía de una rica familia mexicana, llega a la presidencia, Emiliano Zapata, líder campesino, se declara en rebelión apenas 20 días después de la investidura. En un principio, la propuesta política de Zapata era regresar a la situación previa al Porfiriato; luego, con la guerra, la posición de Zapata y de otros líderes populares se radicaliza. Por su parte, Madero respondía a los intereses de la burguesía local, y ésta intentaba, básicamente, independizarse del neocolonialismo impuesto por los inversionistas extranjeros en los treinta años del Porfiriato (…). Se podría decir que la guerra civil se libró entonces entre 1. Un proyecto de México rural, de pequeños productores, enemigo de los terratenientes y de los grandes capitales; 2. Un proyecto de México urbano, que perseguía el desarrollo de la industria nacional, lo que implicaba barrer los privilegios favorables a las empresas extranjeras y cambiar las estructuras económicas tradicionales, y 3. Un proyecto de México neocolonial, amoldado a los intereses de los inversionistas extranjeros y de los grandes capitales locales, dispuesto a cumplir su papel de proveedor de las necesidades de los mercados internacionales (básicamente, del mercado norteamericano). La interminable guerra civil demostró que ninguno de estos proyectos era lo suficientemente fuerte para imponerse, y evidenció las debilidades de cada uno de ellos. Obregón intenta moverse entre estas tres corrientes, y lo consigue a través de frágiles compromisos y promesas pospuestas. Por otra parte, la guerra obligó a los contendientes a modernizarse; a principios de los años veinte las novedades del pensamiento europeo desembarcaron en México con facilidad. Sindicalistas, cooperativistas, socialistas, comunistas e incluso fascistas, aparecieron durante los primeros años de la década. En 1922 una victoria cooperativista en las elecciones de diputados alertó al gobierno sobre el potencial de los nuevos grupos; el caudillo decimonónico que, en buena parta, era Obregón, puso en marcha los mecanismos de represión. Utilizó al sindicato de su aliado Morones (el CROM) para atacar al partido cooperativista siguiendo tácticas de gángster. Por su lado, los socialistas, aunque poco numerosos, consiguieron aliarse a algunos grupos agraristas y presionar al gobierno para obtener beneficios. Los comunistas, en cambio, poco numerosos, fueron brutalmente reprimidos por el temor que infundían a los empresarios; sin embargo, consiguieron sobrevivir, aunque nunca llegaron a ser una fuerza realmente importante del mapa político mexicano, a pesar de que su “oferta” podría parecer atractiva sobre el papel[7] (…). Para destruir al movimiento comunista Obregón utilizó, otra vez, al CROM, pero a pesar de los esfuerzos del gobierno el partido comunista siguió activo, y llegó a tener un peso relativamente importante en el mundo de la cultura con la creación del periódico El Machete[8], y el trabajo internacionalmente reconocido de los pintores muralistas.

Una de las particularidades más importantes del gobierno de Obregón fue el esfuerzo que dedicó a transformar el sistema educativo. Se trataba de un mecanismo importante para atacar los restos del porfirismo, cómodamente atrincherados en la Iglesia y las clases privilegiadas, que dominaban los centros de educación. Apoyado en José Vasconcelos, un intelectual liberal constitucionalista, enemigo del sindicalista Morones, el Estado mexicano inició un conjunto de reformas populares destinadas a extender la educación primaria, reformar la educación superior, construir una noción de país y alejar a la población de las estructuras de pensamiento tradicionales. A Vasconcelos se le dio un amplio margen de acción, y éste no dudó en aprovecharlo, atrayendo a intelectuales con ideas revolucionarias que, entusiastas, se dedicaron a fabricar el aparato simbólico del nuevo país. Según Semo (1989; …):

Los objetivos de la revolución educativa eran lograr el dominio estatal de la educación según los dictados de la constitución y atacar las estructuras locales del poder porfirista, o sea, apoderarse del principal instrumento ideológico y convertirlo en arma de la revolución.

Al parecer, los resultados superaron las previsiones; el grueso de la población tenía deseos de recibir educación. Una de las prioridades del proyecto de Vasconcelos fue reconstruir la historia de México para trabajar sobre la identidad nacional. Se trataba, obviamente, de una educación bastante politizada, con un amplio espacio para la transmisión de contenidos ideológicos (muchas veces, de un tinte molesto al gobierno), que atacaba, no sólo a los intereses de las elites económicas y de la iglesia católica, sino también a los privilegios de los caciques locales (…). Los agentes educativos tuvieron que enfrentarse a hacendados, empresarios, fascistas, cristeros, e incluso, ocasionalmente, con el propio gobierno. Los profesores rurales fueron con frecuencia asediados, torturados, mutilados y asesinados, pero la fuerza del movimiento educativo y el impacto sobre la sociedad no retrocedieron frente a la violencia (…).
El mismo espíritu que animó a la educación, se dio también en el mundo de la cultura. Propuestas revolucionarias, destinadas a construir una nueva ideología y crear la conciencia de nación, recibieron el apoyo oficial en la literatura, la música y, especialmente, en el mundo de las artes plásticas donde, según Semo (1989; p…) “se expresó con violencia, belleza, y brillo una nueva interpretación histórica del pasado, el presente y el futuro de México, y sirvió de arma ideológica para destruir el régimen porfirista y construir el de la revolución mexicana”.


2. 2 Calles (1924 – 1928)

Finalizada la represión que siguió a la revuelta de De la Huerta el partido de gobierno, prácticamente sin oposición, ganó las elecciones y tuvo lugar el relevo esperado entre el general Obregón y el ex ministro Calles; éste, en apariencia, aceptaba su función de títere de Obregón mientras se reformaba la constitución y el caudillo se hacía reelegir cuatro años más tarde. Pero las cosas no siguieron el guión previsto, y pronto Calles dio señales de querer independizarse de la influencia de Obregón para gobernar a su manera, es decir, apoyándose en las fuerzas revolucionarias para enfrentarse frontalmente a sus opositores y tratar de reducir el poder del antiguo presidente, fomentando la lucha entre éste y Morones, su antiguo pero circunstancial aliado, cabeza del sindicato fuerte de México, el CROM.
Calles entra a gobernar un país inestable, pero relativamente pacificado, y con un proyecto en marcha: la implementación de los logros alcanzados durante la Revolución[9]. A pesar de su perfil izquierdista, Calles se preocupó en mantener unas relaciones relativamente pacíficas con la burguesía local. Sin embargo, un buen número de problemas no resueltos, heredados de Obregón, y la poca disposición del nuevo presidente, durante sus tres primeros años de gobierno, para establecer pactos y negociar, llevaron al país, otra vez, a una situación próxima a la anarquía que coincidió con un contexto de fuerte crisis económica (…).

Durante sus años como presidente Calles se enfrentó a:
1. La revuelta de los Cristeros: con el trasfondo de una difícil reforma agraria, entre terratenientes rebeldes y campesinos frustrados, Calles decide ir contra los restos del viejo orden atacando a uno de sus más importantes frentes: la iglesia católica. Usando el pretexto de aplicar los principios constitucionales, el gobierno de México impone a la iglesia católica un conjunto de condiciones que ella no está dispuesta a aceptar (prohibición de tener bienes inmuebles, nombramientos controlados de sacerdotes y autoridades eclesiásticas, entre otras); y lo hace manteniendo, además, una actitud intransigente y provocadora, que favorece la radicalización del conflicto. Por su parte, desde la época de Obregón, muchos sacerdotes católicos utilizaban las ceremonias religiosas para atacar y desconocer al gobierno, fomentando la resistencia y, en algunos casos, la rebelión. Una fracción importante de las autoridades eclesiásticas estaba convencida de la necesidad de derrocar al gobierno revolucionario, empleando la violencia y las armas en caso de necesidad. El Vaticano, a su vez, apoyaba la resistencia aunque, en un principio, no estaba a favor de la revuelta armada. Cuando se hace evidente que Calles no va a negociar, la iglesia católica decide suspender los servicios religiosos (julio de 1926), buscando “despertar” al pueblo mexicano, que tiene una fuerte tradición religiosa, contra sus gobernantes; en paralelo, se espera el apoyo norteamericano que, por las mismas fechas, se enfrenta a Calles por el tema de las concesiones petroleras. El gobierno endurece su postura, la iglesia católica llama a un boicot económico contra los servicios públicos, el gobierno expulsa a los obispos, el Vaticano parece apoyar la revuelta armada, los obispos conspiran a través de las organizaciones religiosas (básicamente, los Caballeros de Colón), la violencia estalla en el campo, la represión la sigue de manera brutal, lo que genera más violencia de parte de los Cristeros, el nombre que reciben los amotinados. Obregón intenta mediar pero la revuelta de los Cristeros se extiende por todo el país, con un afán de destrucción y de sangre desenfrenado; sus elementos son, en general, campesinos empobrecidos que, con la fuerza del fanatismo, emplean métodos terroristas y de guerrilla. El carácter radical, popular e incontrolable de la revuelta asusta a las jerarquías eclesiásticas, que progresivamente se desligan del movimiento, aunque pasarán años antes de que acepten las condiciones propuestas por el gobierno y se regrese a la normalidad. La furia destructora de los Cristeros no llega a amenazar seriamente al Estado mexicano, que la reprime con violencia, pero que tampoco consigue extinguirla. Los cristeros, combatientes fanáticos, continúan la guerra aún sabiendo que la tienen perdida, con la misma pasión destructiva que los inspira desde el inicio. La revuelta de los Cristeros se prolonga durante todo el gobierno de Calles, convirtiéndose en el  último episodio sangriento de la guerra civil mexicana, según algunos autores (…).
2. La crisis de las concesiones petroleras: el inicio del periodo presidencial de Calles coincidió con una hacienda pública relativamente sana (en comparación con los comienzos de Obregón) que permitió invertir sumas importantes en la red de ferrocarriles y en grandes proyectos de irrigación; sin embargo, a partir de 1927 la situación económica cambió, básicamente por la contracción de los precios de las exportaciones mexicanas. Desde mediados de la década el gobierno buscaba aprobar una nueva ley de petróleo a la que las empresas se resistían, porque les quitaba importantes privilegios. Calles utilizó la aprobación de la ley de petróleo como instrumento para obtener ventajas en la renegociación de la pesada deuda externa pero, en cambio, recibió amenazas de intervención armada del gobierno de EEUU (; p. 92). La revuelta de los Cristeros pareció convertirse en un momento propicio para intervenir, pero el gobierno de los EEUU no lo hizo, porque Calles propuso algunas soluciones medianamente atractivas. Algunas empresas no se ajustaron al plan de Calles y fueron castigadas; entonces iniciaron una campaña de descrédito en los EEUU (principios de 1927) que, finalmente, no tuvo efectos. A continuación, los EEUU cambiaron de estrategia y enviaron, como embajador, a Dwight Morrow, que se convertiría en un hombre de confianza del presidente Calles y favorecería un tipo de relaciones de cooperación entre USA y México, lo que no impidió que algunas petroleras mantuviera sus posiciones hostiles y provocaran episodios de conflicto, como la contracción al mínimo de la extracción petrolera y el despido masivo de empleados.
Durante el último año de gobierno, Calles, presionado por Obregón, adoptó una postura negociadora para facilitar el regreso del caudillo a la presidencia. Después de varios intentos la reforma de la constitución para permitir la reelección tuvo lugar. Sin embargo, la oposición al dominio de Obregón era fuerte (incluso, del mismo Calles) y sus enemigos eran numerosos. Pero Obregón, utilizando, como sabía, los recursos disponibles, se presentó en la campaña electoral con la seguridad de salir electo (…).


2.3 Portes Gil (1928 – 1930)

Obregón ofreció en su campaña reparar los errores de su primer gobierno y trató de suavizar las tensiones que sus manipulaciones legales habían despertado, ofreciendo atraer inversiones extranjeras “honestas” y favorecer a la industria nacional con la sustitución de importaciones. Pero la declaración de buenas intenciones de Obregón no fue suficiente para calmar a quienes temían a un presidente vitalicio y, antes de las elecciones se preparó un golpe de Estado. Como cuatro años atrás Obregón dominó rápidamente la situación (esta vez ya conocía el plan) y, junto a Calles, el partido de gobierno aprovechó para eliminar, a fuerza de fusilamientos, a un buen número de enemigos políticos. Como se preveía, Obregón ganó fácilmente las elecciones, pero esta vez no pudo llegar al poder: fue asesinado en julio de 1928 por un Cristero (aunque eran tantos los beneficiarios del magnicidio que se sospechó de mucha gente, incluyendo al propio Calles). Para cubrir temporalmente la presidencia se optó por un obregonista convencido, el antiguo ministro Portes Gil, que no tardó en atacar a Morones y al CROM). Bajo su mandato se firmó un acuerdo con la iglesia católica y se dio la amnistía a un buen número de Cristeros. Portes Gil se dedicó, sobre todo, a fortalecer las instituciones creadas durante los últimos años y a consolidar el Estado (…; p. 120). En 1929 se fundó el Partido Nacional Revolucionario, que con el tiempo consiguió englobar a las fuerzas participantes en la revolución y crear mecanismos pacíficos de participación en el poder. Se escogió como candidato a la presidencia un político que no se había mezclado en las últimas confrontaciones y, de nuevo, antes de las elecciones, estalló una revuelta armada que vinculaba a varios candidatos de la oposición que no veían opciones de hacerse con el poder sino por la vía violenta. De nuevo, una buena parte del ejército (esta vez, algo menos de la mitad) apoyó la rebelión y, otra vez, en poco tiempo (en esta oportunidad, dos meses) el gobierno desmanteló el intento y persiguió a sus líderes, que fueron fusilados o exiliados. Vasconcelos, que había vuelto de un autoexilio por esas fechas y se había sumado a la revuelta de Escobar, partió de nuevo a los EEUU. Las elecciones se celebraron con normalidad y, como se esperaba, ganó el candidato de gobierno, Ortiz Rubio.


2.4 Ortiz Rubio (1930 – 1932)

Después de una reunión en Washington con Morrow, Calles, y otros personajes de las cúpulas mexicanas, el presidente electo declaró la decisión de congelar el agrarismo y favorecer las inversiones, siguiendo la línea de la segunda etapa de Calles, es decir, en contra de las promesas de la Revolución, lo que supuso una represión generalizada de las aspiraciones proletarias. Las soluciones capitalistas que Calles había intentado aplicar al problema agrario habían fracasado por la debilidad del mercado, y la deuda agraria se había multiplicado escandalosamente. Un buen número de líderes agraristas fue asesinado durante la segunda mitad de la década, lo que no disminuyó la fuerza del movimiento. En respuesta, las invasiones y los choques armados se hicieron frecuentes, y comenzaron a aparecer guerrillas agraristas. Una ley favorable a los campesinos aprobada en 1927 había encontrado una oposición férrea de los hacendados, y se derogó. A pesar de lo anterior, el agrarismo no dejó de apoyar al gobierno a reprimir los levantamientos, todos apoyados por las fuerzas reaccionarias. Después del asesinato de Obregón, Portes Gil intentó exterminar a Cristeros, comunistas, y agraristas, tratándolos como bandas desestabilizadoras. A finales de 1928 y principios de 1929 los comunistas y los agraristas acordaron una alianza defensiva, amenazando con repartir, usando la fuerza, la tierra de los hacendados; mientras los sindicatos de oposición y las ligas obreras adoptaban un programa violentamente anticapitalista, siguiendo las orientaciones de la III Internacional Comunista. Con la revuelta de Escobar se llegó a un acuerdo momentáneo con el gobierno, pero pasado el episodio, las tensiones regresaron. Se ilegalizó al Partido Comunista y muchos de sus líderes fueron detenidos, torturados o asesinados. A finales de 1929, Calles vio derrotados a los agraristas y declaró el fin de la Reforma Agraria, mientras el presidente electo, Ortiz Rubio, aseguraba a Washington que el problema agrario se había acabado. Durante los años siguientes, el gobierno no dejó de reprimir violentamente las manifestaciones agraristas y comunistas, y de perseguir a sus líderes. Es en este contexto que Diego Rivera pinta su mural La epopeya del pueblo mexicano.







3 Diego Rivera


3.1 Guanajuato (1886 - 1893)

Diego Rivera era el hijo de un funcionario de provincia que había hecho estudios para ser profesor de educación básica; este funcionario, aparentemente, era el hijo de un soldado italiano que había circulado por distintas guerras en Europa; pero remontarse a los antepasados de Diego Rivera es difícil, primero, por la escasez de registros, y segundo, porque el pintor no tenía ningún problema en utilizar su enorme capacidad de fabulación para fabricarse un árbol genealógico y una vida novelescas (MARNHAM 1998; p .21). En todo caso, al momento de nacer, la familia Rivera estaba establecida en una casa espaciosa, en un barrio céntrico, y tenía recursos suficientes para mantener a un par de criadas. Era una familia típica de la pequeña burguesía de los tiempos del dictador Porfirio Díaz.
La infancia de Diego Rivera fue algo agitada, principalmente, por los desequilibrios emocionales de su madre. Diego nació con un mellizo que murió a los meses; después de esta muerte su madre bordeó la locura durante un periodo. Al parecer, una nodriza india se encargó por un tiempo de Diego. Esta nodriza tendría un papel importante en la reconstrucción que el propio Diego Rivera haría de su propia vida. Según Rivera, sus primeros dos años los pasó en la casa de su nodriza, viviendo en estado natural casi como el Mowgly de Kipling (RIVERA, D., 1991; p. 4):

From sunrise to sunset, I was in the forest, sometimes far from the house, with my goat who watched me as a mother does a child. All the animals in the forest became my friends, even dangerous and poisonous ones. Thanks to my goat-mother and my Indian nurse, I have always enjoyed the trust of animals – a precious gift, I still love animals infinitely more than human beings.

Cuando, entre 1944 y 1945 Rivera reconstruye su vida junto a la periodista Gladys March (RIVERA, D., 1991) desarrolla un conjunto de episodios acordes con el personaje del artista revolucionario que había estado construyendo desde que regresó a México después de vivir en París; en algunos de estos episodios Rivera se representa como un pequeño revolucionario que se enfrenta a las figuras de autoridad (la madre, el sacerdote, los maestros) para revelarles, de una forma casi siempre violenta, “las verdades del mundo”: la gestación, la falsedad de la religión, la ignorancia; en otros episodios se muestra como un pequeño iluminado que sorprende a los adultos, en la línea de Jesús en el templo frente a los sabios: Rivera niño como dibujante de planos militares, Rivera como miembro precoz de la francmasonería. Lo que sí parece cierto es la fascinación de Rivera, como tantos niños, por los trenes y la mecánica; y al parecer, pasó en la estación ferroviaria de Guanajuato una parte de su infancia (MARNHAM 1998; p. 30)


3.2 México DF (1893 - 1907)

Quizá por problemas con las nuevas autoridades políticas (Diego Rivera padre era demasiado liberal para el gusto del nuevo gobernador de provincia), la familia se desplazó a la capital a mediados de 1893.
La nueva residencia de los Rivera estaba a sólo una calle del Zócalo, la enorme plaza central de la ciudad desde que Cortés impuso el nuevo trazado a la ciudad, abierta al Palacio Nacional, que Diego Rivera cruzaría cotidianamente siendo un niño. La presencia del Palacio era entonces, para Rivera, constante, porque además su segunda residencia en México DF colindaba con la parte trasera del edificio (MARNHAM 1998; p. 35). Además, era inevitable el contacto con las clases bajas, la pobreza urbana, y la miseria de los campesinos que habían venido a la capital a probar fortuna, teniendo en cuenta la proximidad del gran mercado popular que siempre ha sido el Zócalo. Durante estos años el padre de Rivera probó, sin suerte, mejorar su situación tratando de aprovechar sus contactos políticos con el gobierno de Porfirio Díaz.
A pesar de la estrechez económica de la familia, Diego y sus hermanos pudieron continuar sus estudios en la escuela católica, mientras su padre buscaba los medios para abrirle un futuro dentro de los empleos que ofrecía el Estado. Como las cualidades de Rivera para la carrera militar no parecían suficientes, el padre optó por explotar el enorme talento que el niño mostraba con el dibujo, inscribiéndolo como interno en la escuela de San Carlos, donde las artes plásticas ocupaban un espacio importante del currículum. Diego tenía entonces once años, una edad temprana para entrar en la academia, pero es casi seguro que su extraordinario talento fue su mejor aval. Según el propio Rivera, desde que tuvo uso de razón estaba pintando (RIVERA, D., 1991; 9). Estos años en San Carlos los recuerda Diego Rivera como particularmente aburridos, y en su autobiografía acusa a sus compañeros de haberse burlado de él por envidia, ridiculizando su enorme estatura y su obesidad. Cuenta Rivera que por organizar una revuelta estudiantil fue expulsado de la academia (RIVERA, D., 1991; 16). De San Carlos, Rivera rescata la memoria de algunos de sus maestros pintores.
En San Carlos, Diego Rivera recibió una educación influida por el positivismo de Comte, mientras en el hogar estaba bajo la influencia del catolicismo de su madre y del esoterismo francmasón del padre. La anécdota de la expulsión que cuenta Rivera es otro producto de su fantasía, porque en los registros de la escuela consta que se graduó con honores en 1905. A partir de ese momento padre e hijo se dedicaron a buscar una beca de estudios que le permitiera continuar sus estudios de pintura en Europa, y necesitaron dos años para conseguirla (el gobernador de Veracruz fue el benefactor).
Durante este periodo Rivera se mantuvo en contacto con algunos de los artistas e intelectuales que vivían en la capital, el Dr. Atl, un “vanguardista” local, entre otros. En su autobiografía Rivera explica (RIVERA, D., 1991; 22):

Atl fired me with the desire to go to Europe. My greatest enthusiasm in contemporary European art was then Cézanne, with whose work I had become familiar thought reproductions. However, before I want on to France, I decided to stop in Spain, believing that it would provide a necessary plastic transition between Mexico and modern Europe.


3.3 Madrid (1907 - 1910)


Cuando llegué al museo pensaba en Velásquez, después de tantos meses de trabajo del espíritu en estas cosas de pintura pensé que era en él en quien iba a encontrar el gran reconfortante, el gran domador de certidumbres, y te diré francamente que al entrar en la sala lo hice con un pequeño frisson, sí con una sensación que ya es física. Entré así sin ver hasta en medio y cuando vi, me pregunté si había olvidado ver o si había olvidado sentir. Tuve en el espíritu una sensación de sed, sentí frío, me ganó, te lo confieso, me llené de indiferencia, de frialdad, después de tristeza y de duda por mí mismo, y caí en una conversación banal de viajes con dos o tres señores que venían a darme la bienvenida (…) Enfrente del banco están colocados los cuadros del Greco (…) Yo estaba algo anéantl por mi caso con Velásquez y miraba hacia adelante con los ojos, y hacia adentro con el espíritu y poco a poco fui viendo también hacia delante, hacia delante, hacia el descendimiento, la ascensión y la crucifixión y luego mi espíritu vio hacia más allá, hacia donde se puede ver a través de las sinfonías de colores y de emociones, y de esos fondos que son encajes tejidos con misterios de los cuadros del Greco. Entonces, mujer, sentí que mi alma conocía en ese momento algo nuevo (…) Eso que yo tanto he soñado y de que tanto te he hablado, ese amor y ese dominio de la materia tan grande, tan devoto, hasta poner mi alma bajo cada filamento de la pasta, un sentido en cada tono, un goce en cada superficie de cada toque, esa alma sin alegoría, esa sensación intraducible en palabras, ese resumen en una tela de cuanto podemos sentir y desear en una emoción estaba ahí (…)
Carta a Angelina Beloff fechada el 18 de septiembre de 1910 (RIVERA, D., 1996-1; p. 3 – 4)

Este fragmento escrito por Rivera en 1910 reúne, perfectamente, lo que Rivera encontró durante su experiencia en España: el contacto con la pintura europea, el alimento “universal” que su inquietud artística buscaba, un cierto afrancesamiento, y una novia rusa, pintora como él. Las fotos de Rivera al momento de llegar a España muestran a un joven muy alto, obeso, de mirada tímida, algo encorvado, con una barba en la parte inferior de la mandíbula que le daba el aire “bohemio”, según los cánones de la época (…).
Rivera llega a un país pobre, agrario, mal comunicado, reaccionario y aislado del resto de Europa. Se establece en Madrid como aprendiz del pintor Eduardo Chicharro, que sólo tiene treinta y cuatro años y es conocido como retratista y colorista, y está dedicado a temas convencionales. Igual que durante sus últimos años en México DF, Rivera se conecta rápidamente con los artistas y los intelectuales del lugar, entre los que circulaban algunos representantes de la generación del 98[10].
Durante sus años en Madrid Rivera viajó con su maestro por España y, en una visita a Barcelona, entra en contacto con la pintura impresionista que, al parecer, no le afectó particularmente. Las pocas obras que Rivera dejó del periodo madrileño son bastante tradicionales, aunque influidas por Cézanne (Noche de Avila, de 1907, por ejemplo). En Madrid, igual que antes en México, Diego Rivera se dedicó a su trabajo de pintor con un entusiasmo y una voluntad de trabajo inusuales, sorprendiendo al maestro; sus avances, desde el punto de vista técnico, fueron rápidos, aunque por el momento Rivera no se planteaba desligarse de la pintura convencional.[11] Una de las anécdotas que recoge (o fabrica) Rivera en su autobiografía tiene que ver con una visita al taller del pintor Sorolla, quien al ver los cuadros del mexicano, cogió su mano derecha y fue pasando de un dedo a otro diciendo que cada uno de ellos era un talonario en dólares (…). Al parecer, Rivera era un alumno ejemplar y se estaba convirtiendo en un pintor con futuro, desde el punto de vista comercial, pero las obras que presentó en las exposiciones no alcanzaron una aceptación extraordinaria (…).
En la primavera de 1909 Diego Rivera comenzó el obligado grand tour por Europa. Las primeras semanas se quedó en París, puede que con su maestro. Esta vez su atención se concentró en la obra de Puvis de Chavannes (MARNHAM 1998; p. 83), el simbolista, conectaba de alguna forma con las creencias esotéricas que había recibido de Diego Rivera padre y de algunos intelectuales mexicanos.
De París Diego Rivera se movió a Brujas, donde a través de una amiga común conoció a Angelina Belloff, quien pronto sería su primera compañera estable; la correspondencia demuestra que la relación se dio en un lapso relativamente corto. En Bélgica, Rivera trabajó de forma intensiva mientras, en paralelo, visitaba museos, poblados, y salía con su vieja amiga española y con su nueva amiga rusa.
El siguiente destino fue Londres, adonde Rivera embarcó con las dos mujeres y un pintor amigo. En la capital inglesa Rivera permaneció un mes, y exploró la ciudad y sus barrios pobres junto a la pintora rusa.
De Londres el grupo pasó a París; Rivera se estableció temporalmente en un estudio de Montparnasse. Aquí, el mexicano pintó un buen número de lienzos presionado por la necesidad de enviar parte de su trabajo a su mecenas en Veracruz; para los temas (básicamente paisajes urbanos, y un retrato de Angelina Beloff, uno de los pocos hechos por el pintor hasta esa fecha), Rivera aprovechó sus viajes recientes y, para la técnica, las enseñanzas de Chicharro.
Rivera pasó aproximadamente un año en esta primera residencia en París. Fue un periodo muy productivo, estimulado por el ambiente de Montparnasse, que se cerró cuando, en octubre de 1910, Rivera se embarcó a México para exponer su trabajo, una obligación que le imponía la bolsa de estudios que había estado recibiendo del gobernador de Veracruz. En México, el trabajo de Rivera fue muy bien recibido y el pintor fue tratado a la altura de su misión: presentarse como uno de los logros culturales del porfiriato. En su autobiografía Rivera afirma que tuvo que huir de México por mezclarse con la Revolución; en su correspondencia, se refiere a ella como unos desórdenes que interrumpen la llegada normal de las cartas (…). En realidad, Rivera embarca tranquilamente de vuelta Europa, a principios de 1911, sin saber que dejaba atrás a un país a punto de estallar.


3.4 París (1911 – 1921)

Cuando, después de una breve estancia en el monasterio de Montserrat, cerca de Barcelona, Diego Rivera llega a París para establecerse por una temporada larga, la ciudad comienza a vivir, un poco inconscientemente, una de sus más grades edades de oro en las artes plásticas. En los cafés de Montparnasse se encuentran jóvenes pintores que no tardarán en convertirse en referencias universales: Pablo Picasso, Amadeo Modigliani, Marc Chagal, Marcel Duchamp, Piet Mondrian, Zadkine, Foujita, etc.; junto con algunos artistas y escritores ya establecidos que tenían también intenciones revolucionarias (Henri Matisse o Guillaume Apollinaire, entre ellos). Como antes hizo en México DF y en Madrid, Rivera se integra rápido a la “bohemia”.
Está claro que, dentro de este ambiente, un pintor de temas y técnicas convencionales no tiene mucho que decir; Rivera se apunta pronto al puntillismo pero, en un viaje que hizo a Toledo acompañado por Angelina Beloff, el pintor mexicano abandona esta corriente para comenzar un tipo de pintura más personal hasta que, en 1913, Diego Rivera es parte del movimiento cubista, que por su carácter revolucionario atrae la atención de galerías, intelectuales, críticos y, muy importante, compradores dedicados a cazar novedades. En París Rivera tiene que vivir de la venta de sus cuadros, compitiendo no sólo con la nueva generación de pintores talentosos (donde Picasso es la referencia principal), sino con los grandes nombres de la generación anterior: Renoir, Monet, Toulousse-Lautrec, etc. Como casi todos los miembros de la República Libre de Montparnasse, Rivera apenas tiene medios materiales para vivir, pero mantiene unos niveles de vitalidad y productividad como nunca antes había tenido en su vida.
Rivera narra su encuentro con Picasso de esta manera (…):

Cuando estalla la guerra, Rivera atraviesa una etapa feliz, perfectamente adaptado al enloquecido ambiente de Montparnasse, acompañado por sus cuadros y su pintora rusa. Aunque la guerra cambia muchas cosas, dispersando o llevándose al frente a un buen número de artistas (del que una parte nunca regresará), la vida sigue y Rivera aprovecha para vivirla. Mientras tanto, en México, la guerra civil atraviesa uno de sus periodos más violentos. Los envíos de dinero para el joven pintor establecido en París, evidentemente, sufren interrupciones. Por otra parte, Angelina era amiga de varios refugiados rusos que preparaban, desde el exilio, la revolución comunista. Por ellos Rivera tiene contacto con la nueva doctrina, aunque las primeras señales de su conversión comunista no aparecen en sus escritos hasta (…).
Entre una visita inapropiada de su madre y las vacaciones en España durante el verano Rivera continúa adelante con su trabajo pictórico, comprometido enteramente con él, como es su costumbre. Durante la guerra, el mercado del arte cae, las preferencias de los compradores cambian, y los cubistas ya no venden como a principios de la década. Los artistas, sin embargo, continúan frecuentando los cafés que mantienen su carácter festivo. Montparnasse es como una especie de burbuja en un mundo que se autodestruye; pero a medida que avanza el conflicto los tonos de las pinturas se oscurecen. Algunos artistas que han regresado del frente traen las noticias de a qué se parece infierno (…).
A mediados de 1915 Rivera por fin volvió la atención a su país natal, y pintó un “Paisaje zapatista”, también conocido como “El guerrillero”[12], lo que sugiere algunas simpatías por la Revolución mexicana, aunque se trata de una pintura, no de una declaración política. La situación de México era tan caótica, y los canales para seguir los eventos desde la distancia eran tan escasos, que es difícil pensar que en aquel momento Rivera interpretara la Revolución mexicana desde una óptica comunista, como lo hizo luego.
En 1916 París, para los montparnois, seguía siendo una fiesta. Jean Cocteau explicaba que, en aquél momento, había dos bandas rivales en el barrio, una estaba formada por “Picasso, Modigliani, Rivera, Kisling y yo” (…). Efectivamente, las envidias y las luchas entre los artistas fueron siempre frecuentes y, periódicamente, uno u otro eran execrados (a veces temporalmente, a veces de por vida).
Rivera, que hasta el momento había sido un compañero ejemplar, comienza una relación paralela con una poeta rusa; la influencia de Picasso parece no haber sido sólo pictórica. Se trató de una relación tormentosa que acabó llevando a una hija no reconocida por Rivera; al parecer, él sospechaba que el verdadero padre de la niña era, justamente, Pablo Picasso (…).
En 1917 una de tantas discusiones sobre pintura acabó a golpes entre Rivera y el poeta Reverdy. A partir de ese momento estalló una especie de “guerra” entre “los poetas”, que satirizaban por escrito a los cubistas,[13] y los cubistas, que  insultaban de viva voz a los poetas. Al parecer, esto contribuyó a cambiar la línea de investigación pictórica de Rivera, acercándole de nuevo a la obra de Cézanne, incluso si oficialmente se mantenía del lado de los cubistas (…). Este proceso coincidió con la vida de un hijo que había tenido con Angelina Beloff; pero “Dieguito” moriría a los catorce meses víctima de las miserables condiciones de vida de la pareja. Según Marham (…; p. 133) el pintor hizo lo posible por mantenerse, en apariencia, al margen de la tragedia.
A partir de 1918 su situación en París comienza a empeorar. El frente de guerra se acercó a la capital francesa como nunca antes y muchos artistas abandonaron la ciudad, Montparnasse perdió mucho de su carácter festivo. Por otra parte, la situación económica de Rivera estaba a punto de tocar fondo; sus cuadros se vendían poco y el agente con el que había firmado un contrato de exclusividad intentó presionarlo para que cambiara de estilo; Rivera se negó y las relaciones con su agente empeoraron hasta el punto de que éste dejó de ofrecer los cuadros del mexicano, sin poner fin al contrato, lo que significaba para Rivera verse con las manos atadas, sin poder buscar otro agente ni conseguir ingresos a través de su trabajo plástico, el único que sabía hacer. Por esas fechas, la mortífera epidemia de gripe llegó a París acabando con la vida de, entre otros, Guillermo Apollinaire.
Rivera se encontró más pobre que nunca; aislado de los grupos de artistas que se habían quedado en París (incluso sus relaciones con Picasso se habían enfriado); con una vida de pareja confusa, porque no podía terminar de alejarse de la mujer con quien había tenido una hija, y Angelina Beloff lo sabía; pero, quizá lo más grave de todo, al alejarse del cubismo Rivera dejó de tener un norte hacia donde dirigir su actividad creativa (…).
Como vía de escape, Rivera buscó de nuevo la ayuda del gobierno mexicano y, aprovechando los ambiciosos proyectos que Obregón estaba poniendo en marcha, Rivera consiguió (a través de un viejo amigo, el escritor Alfonso Reyes[14]) que el ministro de educación, José Vasconcelos, le diera dinero para irse a vivir más de un año a Italia, donde debía aprender las técnicas de la pintura mural y luego regresar a México para aplicarlas. Así, a principios de 1920, Rivera dejó París y comenzó su tour por Italia.
En Florencia comenzó a trabajar, con la energía inagotable que dedicaba a la pintura. Estudió el Renacimiento, se concentró en Gioto; pasó por Siena, Arezzo, Perugia, Assisi, Roma, Nápoles y Sicilia, investigó plásticamente las tumbas etruscas. Comentó en sus cartas el trabajo de Massacio, Ucello, Rafael, entre otros. Se nutrió, con su mejor voluntad, de la cultura plástica clásica italiana y, en primavera de 1921, regresó a París, para preparar su regreso a México. Se despidió de los pocos amigos que aún tenía en la ciudad, le dijo adiós a Marevna, su amante, le prometió a Angelina que desde México le mandaría el dinero para su pasaje y, en julio, se embarcó en Le Havre de vuelta a su país.


3.5 México DF (1921- 1930)

La última vez que Rivera estuvo en México fue durante los últimos días del porfiriato. En ese momento México era un país adaptado a los intereses de los grandes capitales (sobre todo extranjeros), donde dominaban, sin oposición visible, las fuerzas conservadoras: la iglesia católica, una estructura de clases rígida y piramidal, el ejército como órgano de control fiel al gobierno. Al regresar, en 1921, el país había cambiado radicalmente; por una parte, la guerra civil lo había dejado arruinado, por la otra, el gobierno estaba en manos de un hábil caudillo que sostenía, defendía y, a veces actuaba, según un discurso revolucionario dirigido a las masas.
En algún momento entre 1916 y 1920[15] Rivera asimiló plenamente el pensamiento marxista; quizá coincidió con la crisis que tuvo lugar hacia 1918, cuando por diversas razones se alejó del cubismo. Fue una época dura en donde Rivera probablemente se vio extraviado, y es posible que la doctrina marxista le haya dado algunas herramientas para resolver su confusión. El marxismo, al igual que el cubismo, proponía una ruptura radical con el pasado, y además tenía la ventaja de que podía utilizarse para comprender prácticamente toda la actividad humana; en cambio, el cubismo era útil sólo para transformar la pintura. El marxismo, en este sentido, como discurso totalizador, era semejante a las doctrinas esotéricas que Rivera le había escuchado a su padre; esas doctrinas intentaban descubrir las leyes últimas que guiaban al universo; el marxismo, las leyes últimas que guiaban la historia humana. A través del marxismo, además, Rivera podía dar una justificación a su vida, convenciéndose a sí mismo de que su destino era emplear su talento creativo para luchar por la revolución comunista que traería la igualdad, la paz y la felicidad a la Humanidad. Pero el marxismo que practicaba Rivera, a diferencia de muchos otros, tendía a ser solitario. Rivera demostró, a lo largo de su vida, tener un carácter extremadamente individualista; cuando quiso ser parte de colectivos acabó casi siempre de mala manera. En los años que vivió en París Rivera no se inscribió en ningún partido político ni siguió las directrices de ningún tipo de organización; cuando una persona influía sobre él (por ejemplo, Picasso, o el intelectual francés Elie Fauré), lo hacía a través de la amistad, pero no por la coerción o la jerarquía. Rivera nunca desarrolló actividades como conspirador, y a lo largo de su vida fue transparente con sus ideas políticas, tanto, que su obsesión por expresarlas llegó a tener un carácter autodestructivo, por ejemplo, en el episodio del Rockefeller Center. El hecho es que, cuando Vasconcelos decide aprovechar el talento de Rivera para trabajar en la construcción la identidad mexicana (y anular el poder ideológico que aún tenían los partidarios del sistema que sostuvo a Porfirio Díaz), Rivera encuentra la oportunidad de desarrollar su ideal de convertirse en un pintor comprometido y revolucionario (…).
Para Vasconcelos el entusiasmo de Rivera era fundamental, y aunque el pintor se apuntaba expresamente a una ideología que no era la del régimen (Obregón no dudó en reprimir violentamente a los comunistas), la ineptitud del pintor para actuar como líder político, y su desinterés por la conspiración, parecen haber sido razones suficientes para que se le perdonara su marxismo. De hecho, la primera vez que Rivera fue expulsado del Partido Comunista Mexicano (…) fue básicamente por sus relaciones amistosas con el régimen (…). En todo caso, la presencia del “pueblo mexicano”, “la lucha de clases”, y la “rebelión contra el viejo sistema”, en la obra de Rivera, era conveniente para el mensaje que le interesaba transmitir al gobierno de Obregón.
El primer trabajo que pinta por encargo de Vasconcelos, poco después de la muerte de Rivera padre, es un mural en la Escuela Preparatoria llamado Creación; el tema fue escogido libremente por el pintor, pero en su desarrollo Rivera intentó adaptarse al pensamiento de Vasconcelos, combinando armonías de Pitágoras, simbolismo religioso, alegorías clásicas, y a algunas figuras mexicanas; el esfuerzo de síntesis terminó dando nacimiento, un año más tarde, a un mural poco convincente, objeto de burla para los pintores e intelectuales de México DF, de la indiferencia del público, y de la insatisfacción de Rivera (…). Pero al parecer hubo un buen entendimiento entre el pintor y el encargado de dirigir la política educativa y cultural mexicana porque, a pesar de los resultados de su primer mural, Rivera fue rápidamente contratado para un nuevo trabajo.
En otoño de 1922 Rivera se inscribe en el partido comunista mexicano y funda el Sindicato Revolucionario de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores junto a otros muralistas (Siqueiros y Guerrero), con quienes pronto tendría desacuerdos, quedando como el único pintor de la organización (…). Poco después de la fundación del sindicato Rivera se casa con Guadalupe Marín, una mujer de raíces indias y ojos verdes que servirá de modelo para muchos de los trabajos de esa época.
A continuación Rivera recibió varios encargos de parte de Vasconcelos (…). Obras como La bañista de Tehuantepec, de 1923,  muestran ya el estilo característico de Rivera. Tras el contacto cotidiano con el medio rural Rivera trabaja con soltura los temas mexicanos, logrando sintetizar los vivos colores, las formas geométricas heredadas del cubismo, el lenguaje comprensible casi universalmente de las representaciones, la lectura personal del pasado histórico, algunos elementos de la filosofía presocrática, de la francmasonería y del simbolismo fin de siècle, referencias a la iconografía cristiana, y los contenidos políticos revolucionarios (…).
A mediados de 1924 Vasconcelos, por razones políticas, deja su puesto, y con él termina el programa de pinturas murales; sin embargo, Rivera logra vincularse al nuevo secretario de educación y de esta manera el gobierno mexicano mantiene a Rivera pintando murales. Desde el inicio del programa, las obras de los muralistas habían sido atacadas por las fuerzas reaccionarias, y algunos estudiantes llegaron incluso al vandalismo. Sin embargo, en el ambiente artístico internacional, los trabajos de Rivera se hacen progresivamente famosos; personajes como el escritor T. H. Lawrence o el fotógrafo Edgard Weston visitaron a Rivera en sus andamios como si el pintor fuera uno de los “sitios de interés” obligados de la capital mexicana. En algunos casos, la visita terminaba en amistad, a veces para toda la vida. Rivera sabía ser muy amable cuando se lo proponía y, sin duda, después de casi una década en París junto a la vanguardia artística, era un reconocido “bon vivant” y un hombre de mundo. En México, en cambio, el medio artístico tendía a verlo con una hostilidad que, además, el propio Rivera alimentó con sus discursos y sus escritos, donde atacaba ácidamente a pintores, galerías y críticos (…).
Durante el gobierno de Obregón la obra de Rivera, de Siqueiros, de Guerrero y de Orozco, fue utilizada para promocionar al movimiento obrero y atacar al porfirismo. Obregón había llegado a convenientes arreglos con el principal sindicato de México (el CROM) y, en cambio, estaba bajo la constante amenaza de las fuerzas que, en su momento, apoyaron a Porfirio Díaz (la iglesia católica, los terratenientes, los grandes capitales nacionales y extranjeros, todos representados negativamente en las pinturas murales); a medida que Obregón se asentó en el poder sus relaciones con las fuerzas conservadoras mejoraron pero, desde el punto de vista del discurso político, el lado popular de la Revolución mexicana era constantemente aprovechado. Sobre esta base ideológica Obregón consiguió que las dos grandes revueltas militares que amenazaron a su gobierno fueran asimiladas al porfirismo, y perdieran así el apoyo popular. En cambio, el movimiento agrarista, que tenía una fuerte capacidad de movilización, se puso del lado del gobierno al considerarlo el menos dañino de los dos contendientes. El esfuerzo de Vasconcelos y los muralistas pudo ser una contribución importante para reforzar la idea de proximidad, más simbólica que efectiva, entre Obregón y el agrarismo.
Cuando Obregón transmite el poder a Calles los valores de la Revolución son reutilizados para atacar a los terratenientes, a la iglesia católica, y presionar a las empresas extranjeras, sobre todo a las petroleras norteamericanas, para conseguir tratos más ventajosos para el gobierno mexicano. Rivera congenia bien con los objetivos del nuevo gobierno, incluso si el partido comunista mexicano es constantemente acosado por las fuerzas del orden (…). Entre 1926 y 1927 Rivera pinta en lo que había sido la capilla de Chapingo uno de sus desnudos más eróticos, con el pretexto de representar a la madre tierra fértil; en otro, la madre tierra esclavizada, con la apariencia de una mujer violada, está a los pies de un soldado, un capitalista y un sacerdote, representados de forma grotesca. La sociedad conservadora, por supuesto, reacciona espantada, y la polémica ayuda a propagar la fama de Rivera. Otras paredes del Palacio de Cortés en Chapingo fueron cubiertas con escenas de la conquista española de México, anunciando el estilo del trabajo que Rivera realizará tres años más tarde en el Palacio Nacional (…).
La promiscuidad que Rivera cultivó en México creció al mismo ritmo que su fama. En 1926 el pintor inició un romance con Tina Modotti, modelo y amante del fotógrafo Edward Weston; Modotti también era fotógrafa, y fue invitada por el pintor para registrar el proceso de creación de un mural. Modotti sirvió luego como modelo a Rivera, y fue representada en varias paredes de Chapingo; finalmente, Lupe Marín, la mujer de Rivera, después de muchas escenas de celos, lo dejó (…).
En la misma época (1927) Rivera fue invitado a la Unión Soviética; llegó después de pasar por París y Berlín, en donde ubica algunas de las anécdotas curiosas de su autobiografía (…). En Moscú las cosas no salieron bien; primero porque Rivera se enfermó de neumonía y, luego, por los desacuerdos con los burócratas soviéticos que impidieron a Rivera pintar los frescos por los que había viajado. Los meses que Rivera estuvo en Moscú se fueron entre retrasos provocados por el partido comunista soviético, y roces con distintos funcionarios. Rivera aprovechó entonces la primera oportunidad que se le presentó para dejar la Unión Soviética (…). Pocos años después Rivera compara la Rusia de Stalin con los gobiernos fascistas de Italia y Alemania (…):
En junio de 1928 Rivera estaba de nuevo en México, ocupando su puesto de “pintor de la corte”. Terminó los murales que tenía pendientes y luego pasó siete meses dedicado a la política en medio del clima de tensión que siguió al asesinato del general Obregón, el presidente electo en 1928. El jefe de gobierno provisional, el obregonista Portes Gil, ilegalizó en marzo de 1929 al Partido Comunista Mexicano; en septiembre Diego Rivera fue expulsado por segunda vez del Partido, acusado, de nuevo, de ambigüedad en su postura política y de traición a la Revolución por no estar dispuesto a enfrentarse al gobierno. Efectivamente, Rivera no sólo se mantiene lejos de la lucha entre las autoridades y las comunistas, sino que sigue recibiendo encargos públicos. De hecho, Rivera estaba por comenzar un trabajo que podría haber ocupado el resto de su vida: decorar el interior del edificio público más importante de México, el Palacio Nacional.


3.6 EEUU (1930 - 1932)

Como para reforzar las acusaciones de sus antiguos compañeros de partido, Diego Rivera deja en espera las obras del Palacio Nacional de México y acepta cruzar la frontera, junto a Frida Khalo, su nueva mujer, para pintar un mural en San Francisco. Para Rivera no se trataba de un acto de traición contra la Revolución, sino todo lo contrario, es una manera de propagarla a través de la pintura, la herramienta con la que él es más capaz (…). En San Francisco Rivera se encontró en una situación opuesta a la que vivió en Moscú: su llegada atrajo la atención de los diarios, muchas personalidades locales se interesaron en conocerle, se le ofrecieron los medios para desplazarse libremente por la región y, sobre todo, se le dio un amplio margen de libertad para que desarrolle sus ideas artísticas (…). Rivera comenta sobre su experiencia en San Francisco (…). Una vez terminado el colorido y vistoso mural, bastante neutro desde el punto de vista revolucionario (se trata de una mujer que representa la riqueza de la tierra, sosteniendo a trabajadores, científicos, investigadores e inventores), Rivera es acogido durante unos meses en las propiedades de un miembro del jet-set local. Allí Rivera aprovecha para ampliar sus relaciones con las elites norteamericanas, que lo solicitan para realizar nuevos encargos.
En 1931 tiene que regresar, casi contra su voluntad, para avanzar con los trabajos de las escaleras del Palacio Nacional (el fresco que nos ocupa, La epopeya del pueblo mexicano), y en pocos meses (entre …) acaba dos tercios del trabajo.





II.- Interior


5 Descripción

5.1 Muro frontal

El fresco cubre la superficie de la pared que acompaña las escaleras principales del Palacio Nacional de México. La superficie total del muro frontal es de 144,29 metros cuadrados (LOZANO, L. et CORONEL, 2008; …). La  narración sigue una línea en zigzag desde abajo hacia arriba, generando la apariencia de estratos superpuestos, de lo más antiguo a lo más reciente.
El estrato inferior del muro frontal recoge el combate entre unos caballeros cubiertos de armadura y unos guerreros vestidos de animales. El suelo, bajo los pies de los hombres y las patas de los caballos, está cubierto de cuerpos humanos y armas. Desde el centro de este estrato inferior los hombres a caballo se despliegan en ambas direcciones, ascendiendo en paralelo a las escaleras. Hacia la derecha, los caballos avanzan sobre los cuerpos caídos de los guerreros vestidos de animales; uno de ellos alcanza a hundir su daga de pedernal en el vientre de un caballo. Hacia la izquierda, la situación es más confusa, porque en el combate contra los guerreros vestidos de animales pelean, junto a los caballeros, guerreros semidesnudos.
El ascenso de los caballeros acaba, en ambos lados, en escenas de combatientes que defienden sus plazas. A la derecha, un cañón escupe una llamarada naranja y una nube de humo blanca. Detrás del cañón, un hombre con coraza, rodilla en tierra, dispara un mosquete junto a otro guerrero, semidesnudo, que dispara un arco. Detrás de ellos se encuentra el personaje de piel blanca que ha encendido la mecha del cañón, otro guerrero de piel blanca que se sujeta la pierna como si se encontrara herido, y una escena donde otro soldado empuña un látigo delante de un grupo de personajes semidesnudos que usan picos y palas en lo que parece una mina.
Hacia la izquierda, el ascenso de los caballeros lleva hacia un grupo de guerreros vestidos de animales, este grupo ataca una muralla; desde la muralla disparan mosquetes y arcos un grupo de soldados de piel blanca y arqueros de piel oscura. Detrás del episodio de la defensa un soldado de coraza forcejea con una mujer de piel oscura. Sobre ellos, y equilibrando la llamarada del cañón al lado derecho, una hoguera naranja consume lo que parecen pergaminos. Detrás de la hoguera un sacerdote y, junto a él, una fila de personas semidesnudas espera inmóvil a ser marcadas por el hierro al rojo que maneja un semicírculo de personajes de piel blanca.
Volviendo al centro del mural, sobre la batalla entre caballeros y guerreros vestidos de animales, se ubica un águila dorada, parada sobre un cactos, colocado sobre un pedestal de piedra con un símbolo circular rojo; el águila lleva en el pico lo que parece un tejido rojo y azul; a uno y otro lado del pedestal hay personajes de piel oscura, de pie, en posturas inmóviles, excepto uno de ellos que hace sonar una concha marina.
La escena de la mina, a la derecha del panel frontal, sirve de preámbulo a un fragmento donde un soldado acompaña a otro personaje que lleva un vistoso sombrero de plumas, ambos están parados junto al cuerpo caído de un hombre semidesnudo sobre el que se inclinan un hombre con una daga y otro que sostiene una bolsa con monedas de oro; frente a ellos un sacerdote levanta una cruz mientras una familia de piel oscura abraza sus rodillas. Siguiendo hacia el centro, junto al sacerdote, un semicírculo de religiosos recibe alimentos de una pareja de piel oscura que viste con elegancia, este grupo rodea a una fila de personajes semidesnudos que espera inmóvil junto a la pila bautismal. Justo detrás de ellos varios hombres de piel blanca y ropa negra se ocupa en desgranar una mazorca y escribir sobre un pliego de papeles.
Del lado izquierdo, detrás de la fila de personas que son marcadas con el hierro, un soldado acompaña a dos hombres de piel blanca; el grupo dirige a un número de personajes semidesnudos que construyen un muro con bloques de piedra. Junto a este conjunto de figuras una mujer de piel oscura abraza a un niño, y al lado de la mujer, un número de hombres encapuchados de negro rodea un toldo que se levanta frente a dos hogueras; las hogueras están ubicadas alrededor de dos postes de madera, en los postes están amarrados dos hombres blancos casi desnudos que llevan sanbenitos largos y cónicos; un grupo de sacerdotes rodea a los hombres, uno de ellos levanta una cruz mientras otro sostiene un libro.
En el estrato superior se abren cinco arcos. El arco del extremo derecho agrupa a un oficial dirigiendo una descarga de fusiles que levanta una nube blanca; detrás del oficial un soldado de casaca azul se inclina para alimentar a un perro mexicano; sobre la humareda un águila marrón vuela llevando entre las garras lo que parece un cometa y, a lo lejos, se ve una fortaleza coronada por una bandera.
El arco del extremo izquierdo muestra también una descarga de fusiles, una nube de humo blanca, y arriba, un águila de color cobrizo que vuela portando una corona; detrás del águila varios edificios sobre un conjunto lejano de montañas; uno de los edificios es una iglesia. Detrás de la descargas de fusiles, hacia el centro del mural, varios soldados encañonan a un grupo de hombres vestidos de traje, uno de ellos lleva una larga barba rubia.
El segundo arco, de derecha a izquierda, recoge una escena donde varios personajes de la iglesia y el ejército miran a una pareja de peones llevar penosamente sus cargas; sobre los peones, un militar hunde su espada en un cofre con monedas de oro; junto a él, un grupo heterogéneo de personajes, y al fondo, lanzas con pañuelos colorados. En la parte superior central de este arco está la cúpula de una iglesia, y a su izquierda, un grupo de hombres con traje, uno de ellos sostiene un papel en el que se lee “Constitución de 1857. Leyes de la Reforma”.
En el segundo arco, de izquierda a derecha, dos grupos de personajes se enfrentan empuñando armas y textos; de espaldas una multitud de campesinos mira la escena sin participar. Detrás de la muchedumbre, torres de petróleo con nombres en inglés y un par de edificios con nombres en castellano.
La multitud de campesinos que mira de espaldas se prolonga hacia el arco central; allí se encuentra un hombre blanco coronado y vestido de rojo, delante de una bandera, rodeado por un grupo de militares; señalándolos con una espada, un soldado con coraza de metal sostiene un mosquete; detrás de él, un grupo diverso de personajes sostiene un par de banderas. Por detrás de este grupo, las cabezas de dos peones cargados, y sobre los peones, una multitud con sombreros mexicanos sostiene una pancarta donde se lee “Tierra y libertad”; junto a la pancarta, un obrero vestido de azul apunta con el dedo hacia la izquierda.

La composición plástica de este muro frontal coincide con algunos de los frescos de los templos mayas de (…), ver el anexo 1; Rivera visitó este conjunto de templos en (…) y quedó fuertemente impresionados; sobre ellos escribe: (…)


5.2 Escalera derecha

En el extremo inferior izquierdo de este fragmento del mural se desarrolla una batalla entre guerreros vestidos de animales, armados con mazas, y hombres semidesnudos, armados con lanzas; en el suelo, cadáveres de ambos bandos.
Junto a la batalla, detrás de unas lenguas de fuego, una fila de hombres sube penosamente fardos que son depositados a los pies de un personaje vestido de blanco; detrás de este personaje hay una pirámide. Abajo, donde comienza la fila de cargadores, un hombre con el brazo estirado se dirige a un semicírculo de jóvenes que lo miran atentamente. Junto a este grupo, siguiendo el ascenso de las escaleras hacia la derecha, hombres y mujeres vestidos de blanco se dedican a distintas actividades: esculpir, tejer, sembrar, cosechar, pintar, trabajar el metal, escribir, trabajar la cerámica, interpretar música, danzar.
En el centro, hacia arriba, un hombre rubio, de barba, con un tocado  y un blasón en su túnica, sentado, se dirige a dos grupos de personajes de piel oscura que se inclinan hacia él. A la izquierda de esta escena cuatro hombres vestidos con taparrabos están parados, erguidos, con los brazos abiertos y la mirada hacia delante. Detrás de estos cuatro hombres, al fondo, un volcán en erupción de donde sale lo que parece la cabeza de una enorme serpiente emplumada que se dirige hacia el sol, del que se muestra la mitad inferior, con ojos y nariz, invertido. Junto al sol, hacia la derecha, se aleja el hombre rubio montado en una enorme serpiente.


5.3 Escalera izquierda

Un gran número de personajes cubre la totalidad del espacio, excepto en el borde superior. En la franja inferior, de derecha a izquierda, ascendiendo en paralelo a las escaleras, hay: tres personas que trabajan la tierra; dos mujeres y un hombre que leen junto a varios niños; tres trabajadores, uno de ellos con traje de soldador; dos obreros que conversan, alguno señalando hacia atrás mientras sonríe. En esta primera franja hay tres figuras que se comunican con lo que sería la segunda franja de personajes.
En primer lugar, un hombre con sombrero y revólver que se dirige a otro, montado a caballo; el del caballo, también armado, es parte de un grupo que se ubica debajo de dos ahorcados de quienes cuelgan carteles. Frente a los hombres montados, un grupo de personajes con los brazos caídos es encañonado por figuras ocultas. El segundo puente entre las dos franjas de personajes es un hombre con los brazos abiertos; frente a él, varias mujeres depositan monedas en una máquina que sirve de puente a la tercera franja.
En la tercera franja hay: dos hombres, a medias ocultos por los tubos que ascienden de la máquina, y a la derecha de ellos un grupo de policías armados, con máscaras antigás, enfrenta una turba que levanta piedras y lleva una pancarta donde se lee “Huelga”. Los tubos de la máquina continúan ascendiendo hasta la cuarta franja.
En compartimientos cerrados, unidos por los tubos de la máquina, hay cinco escenas independientes; en la primera, un orador se dirige a un grupo ubicado encima de cuatro personajes ajenos al evento. En la segunda escena, a la derecha del orador, lo que parece una orgía, con una mujer semidesnuda acostada mientras besa a un hombre frente a un semicírculo que la mira. En la tercera escena, a la derecha de la orgía, varios personajes se ocupan de las monedas. En la cuarta escena, por encima de los que cuentan y miran las monedas, un sacerdote, un civil, y un militar que habla por teléfono. En la quinta y última escena, a la izquierda del militar y arriba de la orgía, un conjunto de personajes se agrupa alrededor de un artefacto del que salen cintas de papel.
A la derecha de los compartimientos de la máquina una escena de extrema violencia, dominada por un hombre que señala hacia un punto donde se enfrenta un grupo de hombres armados y una turba que se visualiza del otro lado de las trincheras. Sobre esta escena, a lo lejos, todo es muerte y destrucción. A la izquierda del caos, una bandera roja, siguiendo el eje del hombre que lidera a la masa; a la izquierda de la bandera, tres hombres se acercan a una figura barbuda, detrás de quien se encuentra el sol; esta figura sostiene un texto y señala hacia el horizonte, en el ángulo superior izquierdo del fresco, donde se agrupan varios edificios en un paisaje urbano pacífico y próspero.



  



6 Iconografía

“La epopeya del pueblo mexicano” representa, a través de una narración en parte histórica, en parte imaginaria, los momentos más importantes, de acuerdo con la visión del autor, del periodo que va desde los tiempos anteriores a la conquista española, hasta el futuro que llegará tras la revolución comunista. Rivera fabrica esta narración agrupando las distintas escenas en un mismo espacio, y utilizando a un gran número de personajes históricos ubicados en una especie de escenografía teatral.
De manera general, Rivera respeta un cierto orden cronológico, y las figuras, aunque emparentadas porque comparten un espacio común abierto, mantienen su lugar dentro del periodo histórico que representan; es decir, en la narración no interactúan entre sí personajes de épocas distintas, y las afinidades entre figuras de distintos periodos se establecen por los mecanismos que propone la lógica de la representación, pero no por interacción directa. Existe una excepción a esta regla de la ausencia de anacronismo: El Mestizo (…), hijo de Hernán Cortés y la Malinche, que fue apresado como conspirador por las autoridades españolas, incita con su espada y su armadura del siglo XVI a un grupo de campesinos con armas del siglo XIX. Se trata, probablemente, de una pista que deja Rivera aprovechando a un personaje que, de alguna forma, condensa la historia de México: el Mestizo es el producto de un cruce cultural que fracasa en su intento de rebelarse contra el orden que, violentamente, ha impuesto su padre.

La línea narrativa que presenta Rivera recoge la idea de un tiempo cíclico[16] que se inicia, en este caso, con un mundo prehispánico idealizado, regido por la figura de Quetzalcóatl (el hombre blanco de barba que, según las mitologías prehispánicas (…) ha traído la civilización a los pueblos mesoamericanos), y se cierra con un retrato de Marx señalando el mundo que vendrá después de la revolución comunista (como Quetzalcóatl,  Marx es blanco, lleva barbas, y es autor de una doctrina redentora de progreso y felicidad). Esta conexión entre Quetzalcóatl y Marx que, dentro de la lógica de la narración, parece natural, no existe en los bocetos que Rivera presentó a sus empleadores antes de comenzar el trabajo en el Palacio Nacional (taschen 203); de hecho, la mitad superior del muro izquierdo es distinta en los bocetos y en la pintura final; el espacio que ocupa la figura de Marx lo llena, en el boceto, un campesino y un obrero que se estrechan la mano. No existen he encontrado documentos que permitan señalar en qué momento Rivera opta por ser infiel a sus bocetos. Podría pensarse que desde el principio Rivera tenía la idea de cerrar el ciclo con la figura de Marx, y que, intencionalmente, lo oculta en los bocetos para esperar hasta el último momento, cuando ya casi todo el mural está pintado, para realizar los cambios. Se puede pensar también que, tras la experiencia amarga del Rockefeller Center, donde Rivera ve cómo su trabajo es destruido por incluir un retrato de Lenin que no estaba previsto en los bocetos, el pintor decide retar al gobierno mexicano retratando al filósofo alemán. En todo caso, la pared izquierda fue pintada más de dos años después que los otros dos tercios del trabajo, en un momento en que Rivera vivía una etapa dura, psicológicamente, tras su auge y caída en los Estados Unidos (…); considerando la personalidad rebelde y en parte autodestructiva del pintor, la hipótesis del “reto” podría tener sentido.

La dirección de la línea narrativa que propone Rivera en “La epopeya del pueblo mexicano”, comienza en la parte superior de la escalera derecha, y acaba en la parte superior de la escalera izquierda. Esta manera de utilizar el espacio para narrar llama la atención, primero, porque contradice los hábitos de lectura de la cultura occidental (de izquierda a derecha y de arriba abajo); y segundo porque el espectador que tiene contacto con la obra por primera vez, se sumerge en la pintura cuando la línea narrativa ya está en pleno desarrollo; el espectador debe alcanzar el rellano, y girar, para ver, a su derecha, el inicio de la historia, y a la izquierda, el final; hasta ese momento el espectador no es capaz de entender el sentido global de la narración. Un detalle del trabajo hace pensar que esta “experiencia” es intencional: cuando el espectador se enfrenta al muro central, al levantar la vista siguiendo las escaleras, una escena de guerra parece rodearle; una carga de caballería remonta por ambos lados las escaleras, creando una sensación de muerte y confusión que atrapa inmediatamente la mirada. Quizá, detrás de este efecto plástico, está la idea de que, al nacer, el hombre es lanzado en un momento histórico al azar, y sólo después de detenerse y reflexionar puede entender el sentido global de la historia.

El desarrollo de derecha a izquierda podría tener también una interpretación política: la izquierda es el futuro, el cambio, la revolución; la derecha, el pasado, la inmovilidad, la reacción. Otro dato podría apoyar esta impresión: en general, los personajes que representan al viejo orden están girados hacia la derecha, mientras los personajes revolucionarios tienden a mirar hacia la izquierda; aunque no se trata de una regla estricta, se podría pensar que, allí donde las necesidades plásticas no impusieron otra cosa, Rivera prefirió colocar los personajes de esta manera.

La narración está construida a partir de episodios entrelazados en las tres partes de la pintura. En las mitades superiores de las paredes derecha e izquierda lo imaginativo tiende a predominar sobre lo histórico; en el muro central, y en las mitades inferiores de las dos paredes, la narración sigue en una especie de zig-zag los “capítulos” de la historia, en una cronología que comienza con el imperio azteca y acaba con la decadencia del capitalismo; entre un momento y otro, una multitud de personajes históricos interactúan con masas anónimas que representan al verdadero protagonista de la obra: el pueblo mexicano.

En los dos primeros tercios del mural (pared central y escalera derecha), el tamaño de los personajes es siempre equivalente; para destacar algunos de ellos, Rivera acude al color o a la posición en relación a otros personajes; en el último tercio, Rivera crea un efecto de perspectiva cambiando el tamaño de las figuras, más pequeñas a medida que se alejan. En general, la pintura da la impresión de un gran escenario donde los personajes interpretan sus papeles sin tener conciencia de la obra, aunque sí, en muchos casos, del espectador  que los observa (algunas figuras miran directamente al visitante). La equivalencia en el tamaño de los personajes contradice la tradición de la mayoría de los monumentos que narran gestas históricas (las estelas egipcias o los tapices medievales, e incluso los frescos de los templos mayas), donde la talla de los personajes está en relación con la importancia que estos tienen en el relato; podría suponerse que, de esta manera, Rivera sugiere la igualdad de los actores, como si cada uno de ellos cumpliera su papel en el relato siguiendo un guión escrito, en realidad, por las leyes de la historia; visto así, los individuos son sólo los puntos que, unidos, dibujan la línea, pero de ninguna manera son ellos quienes determinan su dirección.

En el muro central las masas de personajes se ubican en capas como si se tratara de estratos geológicos; la escena más antigua, la guerra de conquista comandada por Hernán Cortés, ocupa la zona inferior, y en los arcos que tocan el techo están los episodios históricos más recientes. Rivera fue toda su vida un gran amante de las ciencias naturales; un buen número de sus murales incluyen formas tomadas de la naturaleza o representan instrumentos científicos: bacterias, planetas, minerales, plantas, microscopios, telescopios, tubos de ensayo, etc. (…). El interés de Rivera por las ciencias naturales tiene relación con las doctrinas pseudos científicas y místicas que estaban de moda en México a finales del siglo XIX y principios del XX; estas doctrinas intentaban llegar a las leyes últimas que rigen la naturaleza y dan armonía al universo. De la misma forma, la sociedad humana debe regirse por leyes universales, y en este sentido la doctrina marxista funciona perfectamente. La existencia de estas leyes históricas (marxistas) constituye una parte del sustrato ideológico que sostiene a “La epopeya del pueblo mexicano”, aunque Rivera interpreta de una manera bastante libre la doctrina; según algunos de sus contemporáneos, los conocimientos de Rivera sobre algunos aspectos de la doctrina comunista eran más bien vagos (…), y si se sigue el hilo argumental de los textos de Rivera cuando habla de política, se observa una fuerte tendencia al desvarío y la ausencia de rigor intelectual; por ejemplo, en (…).

A continuación, una aproximación a los episodios individuales:
La América precolombina mítica: en esta escena, que representa el tiempo de los toltecas (…), una edad dorada donde los amerindios vivían en paz con sus vecinos y en armonía con la naturaleza, Quetzalcóatl imparte sus enseñanzas rodeado de un grupo de indígenas que sostienen ofrendas para él. Esta idealización del mundo tolteca (la cultura que construyó Teotihuacan hacia el siglo …), ha sido una idea popular hasta años recientes. En los tiempos de Rivera, tanto los Toltecas como los antiguos Mayas cumplían la función, en el relato histórico, de servir de ejemplo de una especie de edad de oro precolombina que decayó pocos siglos antes de la llegada de los españoles. En relación con el pasado remoto de México, Rivera escribe: (…).
En la escena, cerca de Quetzalcóatl, Rivera ubica las pirámides del sol y de la luna de Teotihuacan próximas a un volcán que expulsa a una serpiente emplumada, el símbolo de Quetzalcóatl (en una analogía clara con el mito del Ave Fénix); de esta manera se establece un vínculo entre la cultura teotihuacana y los mitos precolombinos, ofreciendo de una manera sencilla un espacio donde coinciden el mito, la fantasía y la historia. Rivera escoge este tiempo feliz para dar comienzo a su relato, jugando con dos ideas clásicas presentes en las raíces de nuestra cultura: la edad de oro y el mesianismo. Sobre esa base mítica Rivera desplaza el hilo de la historia hasta un punto donde esta arcadia feliz regresa en el mundo material, poblado de fábricas dirigidas por obreros, corporaciones de trabajadores, y campos cultivados extensivamente, allí donde apunta el dedo de Marx en la parte superior de la pared izquierda, el lugar donde finaliza el relato.
Además de las referencias a Quetzalcóatl y a la cultura Teotihuacana, Rivera aprovecha para introducir algunos elementos tomados de sus creencias esotéricas, el más notable, un grupo de cuatro figuras humanas que mira a cada uno de los puntos cardinales (representando probablemente a los cuatro elementos). Las creencias esotéricas de Rivera siguen presentes al regresar a México; por ejemplo, sobre el mural de la Escuela Preparatoria Nacional, Rivera escribe: (…)
Dentro del relato del tiempo mítico Rivera subraya los oficios en los que destacaron los pueblos prehispánicos: la agricultura, la artesanía, la cerámica, la joyería, la pintura, la escritura, etc. En este mundo feliz los trabajadores trabajan por sí mismos, no existe la figura del patrón; es evidente la analogía entre la edad de oro de la antigüedad precolombina que describe Rivera y el mundo que pinta Marx en su utopía comunista. Junto a los oficios, Rivera presenta el mundo espiritual prehispánico a través de la representación de la danza, la música y los rituales; de esta forma, la armonía que inspiran los trabajadores anónimos se complementa con la riqueza de las actividades del espíritu. Rivera estaba convencido de que el consumo de arte era una necesidad fisiológica (…), es inevitable, entonces, en su representación la utopía, que convivan los artesanos y los agricultores con los artistas y los contadores de historias.
Finalmente, en la parte superior de la utopía tolteca, Rivera ubica el hecho que da inicio a la epopeya: Quetzalcóatl abandona esta arcadia mesoamericana cabalgando a la serpiente emplumada, justo al lado de una representación humanizada del sol invertido. El dibujo del sol recuerda al Tarot de Marsella popular desde la Edad media y, también, a los dibujos de los niños. Quetzalcóatl parte hacia la derecha, en dirección contraria a la corriente de la historia, dando a entender, quizá, el carácter finalmente reaccionario (opiáceo) de los mitos. Abandonados a su suerte, los hombres inician la edad del hierro, entre el fuego, la guerra, la muerte y el caos.

El imperio azteca: en la zona inferior izquierda Rivera representa, por primera vez en este trabajo, una lucha armada; se trata de la resistencia de los pueblos autóctonos contra el invasor azteca que proviene del norte. Armados de lanzas, los aborígenes se enfrentan a unos guerreros cubiertos con armaduras de aspecto animal que empuñan garrotes, muy bien preparados para la guerra según la tecnología de la época. La diferencia en el número de cuerpos caídos indica la superioridad militar de los invasores. Detrás de la batalla, el fuego destruye las viviendas de madera y paja. Sobre el mundo azteca Rivera dice: (…) Una vez acabada la conquista azteca, Rivera representa a un grupo de figuras que, penosamente, llevan fardos con mercancías a los pies del líder religioso azteca, quien está acompañado por un guerrero. A partir de este momento el pueblo mexicano deja de trabajar para sí mismo y comienza a hacerlo para otro, siguiendo órdenes, sometido por la fuerza de las armas y el envoltorio simbólico de la religión.
Con esta escena termina el muro derecho, dedicado al mundo prehispánico.

La conquista armada: la escena de la batalla entre los conquistadores españoles y los guerreros aztecas ocupa un área relativamente grande de la pared central, sólo comparable a la representación de la utopía tolteca, en la pared derecha, y a la sátira del México actual, en la pared izquierda (escenas, de alguna forma aisladas del tiempo histórico). Siguiendo los textos de Rivera (…), la conquista española es el episodio más importante de la historia de México, que definirá en buena medida el carácter de la nación y las relaciones de poder entre las distintas clases sociales. A propósito del mundo que viene tras la conquista española Rivera escribe: (…)
En esta escena central de batalla Rivera ubica, por primera vez, a un personaje histórico: Hernán Cortés. El jefe de la expedición española no es sólo el primer personaje histórico retratado, sino que es uno de los pocos que aparece más de una vez en el relato; la primera vez, liderando la carga de la caballería española, y luego, junto a la Malinche y a su hijo. El otro personaje histórico que aparece repetido es, justamente, el hijo de Cortés, el Mestizo, quien, como se dijo antes, parece cumplir un papel de condensador de la historia mexicana. Rivera se expresa sobre Cortés de esta manera: (…)
La batalla entre los atacantes españoles y los defensores aztecas es particularmente encarnizada; la expresión feroz de los guerreros, la sangre que derraman las armas, el odio ciego que se manifiesta en el afán de matar incluso después de estar heridos de muerte, el dolor de los hombres atravesados por las armas, los gestos retorcidos de los cuerpos que cubren el suelo, todo está pintado para reproducir el odio, el coraje, y el sufrimiento que genera la guerra. Con esta escena Rivera consigue transmitir perfectamente dos ideas: primero, la resistencia feroz y desesperada de los aztecas (basada en los relatos históricos de los mismos españoles, por ejemplo, en … Sahagún, quien escribe: ); y segundo, la colaboración junto al atacante español de los pueblos sometidos por el imperio azteca. La colaboración  con el extranjero o con el explotador se convierte en uno de los lei motiv de “La epopeya del pueblo mexicano”; los indígenas colaboran con los españoles, la Malinche colabora con Cortés, los capataces colaboran con los patronos explotadores, los caudillos locales colaboran con los empresarios extranjeros, etc. Rivera denuncia la complicidad de los mexicanos, la facilidad con que traicionan a los intereses de la nación o del pueblo (como los entiende Rivera), de una manera persistente, no sólo dentro de esta obra, sino en sus escritos (…). La colaboración traidora con los extranjeros está tan presente en la cultura mexicana que incluso ha dado nacimiento a una palabra: el “malinchismo”, derivada del nombre de la Malinche, la mujer de Cortés.
El efecto plástico que logra Rivera enfrentando a los soldados españoles cubiertos de armaduras de metal y los aztecas cubiertos con trajes de plumas acentúa la diferencia entre ambos mundos. Primero, la brecha tecnológica: espadas de hierro contra mazas de madera; cañones y mosquetes contra arcos y flechas; hombres a caballo contra guerreros descalzos. Segundo, la distancia en relación con la naturaleza: los españoles, dueños de una tecnología que les permite someter a la naturaleza (domesticación equina, manejo del poder de la combustión con el uso de la pólvora); los aztecas, habitantes de un mundo que mantiene un estrecho contacto con la naturaleza, una especie de pacto de colaboración que Rivera destaca en (…)
Del lado izquierdo de la batalla son los aztecas quienes atacan a un grupo de españoles e indígenas que defienden una muralla; se trata, probablemente, de una referencia a la “Noche triste”, una de las pocas derrotas que sufrió el ejército conquistador frente a los indígenas en México. Representando este episodio, Rivera destaca la valentía de los defensores y la vulnerabilidad de su enemigo, un mensaje de resistencia claro para los receptores de los mensajes que envía la pintura. Detrás del grupo que defiende la muralla, un soldado intenta violar a una indígena, que se resiste con la misma ferocidad que muestran los atacantes vestidos de animales.
Justo encima de la carga de la caballería se encuentra Cuauhtémoc (el último emperador azteca) disparando una honda, y Cuitláhuac (el penúltimo emperador, hermano de Monctezuma) como contemplando el resultado de la lucha durante la “Noche triste”, inmóvil, sin emoción; este emperador es uno de los héroes de la resistencia azteca en Tenochitlán, y hasta que murió, víctima de la viruela, se mantuvo firme en la lucha contra los españoles (…). Rivera acude a la crónica de la resistencia azteca para subrayar la ferocidad que puede demostrar el pueblo mexicano frente al agresor extranjero; se trata de un mensaje conveniente para un gobierno que aún se enfrentaba a las presiones de los gobiernos norteamericanos y europeos en materia de deuda externa, de inversiones, de impuestos sobre las empresas extranjeras, y de comercio exterior. Los aztecas se negaron a rendirse, sin importarles la inferioridad tecnológica o la inutilidad de la resistencia; según las crónicas (…), distintas señales habían anunciado el fin del imperio azteca y, aún sabiendo que les esperaba la derrota, los aztecas se fueron a la guerra. Rivera no parece juzgar en su obra la actitud de los pueblos que apoyaron a los españoles, ellos buscaban liberarse de la opresión azteca, que periódicamente emprendía las “guerras floridas” para controlar la población masculina de los pueblos vasallos, capturar prisioneros para los sacrificios rituales y, además, usarlos para consumir su carne (…). Junto a los últimos emperadores un sacerdote realiza un sacrificio humano ritual, levantando el corazón de su víctima. En su autobiografía (…) Rivera fabrica un episodio de canibalismo que, según su biógrafo (…) nunca tuvo lugar; independientemente de la veracidad del relato, vale la pena destacar cómo para Rivera el canibalismo estaba en las raíces profundas de lo mexicano.

El águila mexicana: parada sobre un cactos, en el centro del muro central, Rivera pinta el águila que se utiliza como emblema de México. La representa sosteniendo en el pico los símbolos del fuego y del agua, que tienen que ver con la guerra sagrada. El águila mexicana aparece varias veces en la obra, siempre señalando cambios históricos violentos; aquí, es la única ocasión en que el águila no aparece volando, como si, tras la conquista, se crea la nación mexicana. Por otra parte, es fácil emparentar el águila a la serpiente emplumada del mundo mítico de los toltecas; de hecho, de acuerdo con el relato tradicional (…), el águila mexicana sostiene en el pico a una serpiente, reunificando los elementos del mito de la serpiente emplumada siguiendo los ejemplos clásicos en los estudios de Frazer (…) Sobre el águila Rivera representa la viña y el gusano de seda, dos actividades importadas que los mexicanos desarrollan a pesar de la oposición de las autoridades españolas, que intentaban mantener el monopolio de su comercialización (…). De esta manera Rivera recuerda la importancia de la autodeterminación también desde el punto de vista económico.

La conquista cultural: por encima de la conquista armada Rivera ubica a los sacerdotes cristianos desarrollando las actividades que permitirán la aculturación de los pueblos americanos. Rivera no duda en representar a un grupo de sacerdotes que, con las mejores intenciones, lucharon por mejorar la condición de los indígenas (el más destacado de ellos, Bartolomé de las Casas) pero, así como aparecen protegiendo a los indígenas contra los soldados y los funcionarios del rey, Rivera los representa recibiendo “regalos” de manos de los indígenas; de esta manera se destaca el doble juego de estos “curas buenos”; por un lado, defienden a los indios de los maltratos de los conquistadores (con quienes han compartido el barco que los trajo de España a América), mientras se encargan de penetrar en su cultura para anularla (Sahagún aparece escribiendo su “Historia general de las cosas de la Nueva España”). Por otro lado, se sostienen parasitando el trabajo de los indígenas, que antes cultivaban la tierra para sí mismos, y ahora lo hacen para los sacerdotes: Vasco de Quiroga, “Tata Vasco”, un sacerdote recordado como gran benefactor de los indios (…), es representado desgranando el maíz y “regalándole” algunos granos a un indio de aspecto miserable; también están unos representantes de la iglesia, incluyendo a una monja, recibiendo regalos de una pareja de aristócratas indígenas; y aparecen representados algunos de los fundadores del sistema de las misiones, una institución que se usó como uno de los métodos más efectivo para subyugar psicológica y culturalmente a los conquistados. A través de la expresión de la miseria indígena y de las actitudes protectoras de estos sacerdotes, Rivera resalta la situación de sumisión y de dependencia que generó la iglesia católica en las primeras etapas de la conquista. De acuerdo con las crónicas (…), el proceso de cristianización fue sorprendentemente rápido, pero los métodos utilizados fueron, en general, superficiales  (los bautismos en masa, por ejemplo, estuvieron de moda entre los sacerdotes franciscanos en los primeros tiempos de la conquista); las quejas de los sacerdotes sobre la poca disposición de los nativos a cumplir los rituales cristianos llegaron hasta el siglo XVIII y, en general, el sincretismo sirvió a los indígenas para ocultar sus creencias tradicionales tras una aparente cristianización (…). En todo caso, durante los años en que Rivera pintó la obra, su visión de la iglesia católica era abiertamente negativa, un punto en que coincidía plenamente con sus empleadores, quienes venían de terminar una lucha a muerte contra los Cristeros, los guerrilleros que se opusieron con fanatismo a las reformas que el Estado mexicano intentó imponer a la iglesia católica en la segunda mitad de los años veinte[17].

La colonia: Rivera combina las imágenes de la destrucción y la construcción de dos edificios (a cada lado de la batalla entre españoles y aztecas) para representar el proceso que siguió a la conquista. A la derecha, un grupo de indígenas, vigilados por un soldado que empuña un látigo, utilizan picos y palas para convertir en ruinas una construcción precolombina. A la izquierda, otro grupo de indígenas, dirigidos por un grupo de españoles, algunos de ellos civiles, construye un edificio utilizando bloques de piedra. La relación de Rivera con la arquitectura es estrecha; las representaciones de edificios son comunes en sus murales; de hecho, para él, los murales son un elemento arquitectónico (…); la destrucción del patrimonio arquitectónico precolombino es, para Rivera, una de las muestras más claras del afán dominador de los españoles. Para Rivera, la arquitectura precolombina (…)
No es gratuito que, junto a la construcción del edificio, Rivera representara a una fila de indios a la espera de ser marcados con el hierro al rojo, como esclavos; a los signos físicos de imposición sobre el paisaje urbano se añaden las marcas que, sádicamente, los españoles aplican a sus nuevos súbditos. En realidad, la esclavitud indígena duró relativamente poco (hasta que los reyes de España, tras las gestiones de algunos sacerdotes, en la primera mitad del siglo XVI dieron permiso para importar mano de obra esclava de África); sin embargo, la imagen de la fila de indígenas amarrados, detrás del indio arrodillado al que le aplican al hierro al rojo, sirve a Rivera para comunicar su mensaje: el invasor no distingue entre rebeldes y colaboradores, impone su ley indiscriminadamente y de forma violenta a la población local; la explotación del hombre por el hombre es inevitable siempre que se dan situaciones de desigualdad (…).
Junto a la fila de indígenas esperando para ser marcados con el hierro al rojo, un trío de personajes recuerdan, con sus expresiones, sus vestidos, y sus actitudes, a la crudamente satírica pintura holandesa del siglo XV (El Bosco, Brueguel). Cerca de ellos, una hoguera se alimenta con los códices prehispánicos, representando la bárbara destrucción de la cultura indígena. Plásticamente, la hoguera equilibra el fuego que, del otro lado de la pared, sale de la boca de un cañon.
Una masa anónima asciende este estrato de la pintura al siguiente. En varios puntos Rivera emplea estos ríos humanos para conectar los distintos momentos históricos; los personajes (políticos, soldados, civiles) cambian en su manera de vestir, la masa anónima no, siempre viste harapos blancos; de esta manera Rivera parece ilustrar cómo la “historia” deja de lado a la mayor parte de la población que, además, en muchos casos es representada de espaldas, sin rostro, sin personalidad (excepto cuando Rivera representa una revuelta o un episodio de conflicto violento, donde la masa muestra la cara). Esta situación de desconexión entre los acontecimientos políticos y la vida de la gran mayoría de la población (eso que, podría pensarse, Rivera entiende como el pueblo mexicano), es recogida por los historiadores (por ejemplo, (…)).
Junto a la defensa de la muralla por los españoles, ocupando un espacio relativamente amplio de la pintura, Rivera representa uno de los episodios más tristemente célebres de la historia de México: la inquisición. Dos condenados, llevando “sanbenitos”, amarrados a unos postes, son consumidos por las llamas de las hogueras. En estos dos hombres, y en los sacerdotes que los rodean, Rivera acentúa el grotesco y la sátira, deformando las expresiones de una forma que recuerda a los pintores expresionistas contemporáneos del norte de Europa (Otto Dix o James Ensor, entre otros). Algunos sacerdotes son personajes históricos (Pedro Moya, el primer inquisidor, y Juan de Mendoza, que “popularizó” los autos de fe), pero la mayoría son figuras anónimas vestidas con capuchas negras, a los pies de un toldo donde las autoridades civiles y eclesiásticas se protegen del sol para disfrutar del espectáculo de la quema de los condenados. La crueldad que transmite esta escena contrasta claramente con las actitudes de los sacerdotes que protegen a los indios durante los tiempos violentos de la conquista. De esta forma Rivera muestra el comportamiento ambiguo de una institución que primero se inserta con acciones bondadosas, y una vez implantada, aprovecha su poder para martirizar a quienes se alejan de sus directrices. Rivera utiliza con frecuencia el juego de las contraposiciones (construcción vs. destrucción, iglesia protectora vs. iglesia asesina, revolucionarios vs. reaccionarios, mestizos vs. blancos, etc.); este dualismo simplificador facilita la transmisión del mensaje: el enemigo está allí, es fácil de identificar, sólo se trata de coordinar la acción entre las fuerzas revolucionarias; sin embargo, esta lectura dual se complica en el tercer fragmento de la obra (México actual y futuro), pintado tras el regreso de los Estados Unidos.
Rivera expone sus ideas sobre el periodo colonial mexicano de esta manera (…)

La independencia: por encima del águila mexicana, en el arco central, Rivera ubica a un grupo de personajes que tuvieron un peso importante en el proceso de independencia. Los personajes están de pie, inmóviles, como en un retrato de grupo al estilo de Rembrandt. Unos pocos elementos (básicamente, dos banderas) sirven para identificar a lo que, de acuerdo con la historia, fueron dos grupos diferenciados. Por un lado, el ala popular de la revuelta independentista (encabezada por una sucesión de sacerdotes revolucionarios que comienza con el padre Hidalgo); por el otro, el ala aristocrática criolla, que gira alrededor de Itúrbide. Las similitudes entre la guerra de independencia y la guerra civil que estalló un siglo más tarde son, para los historiadores, notables (…). Rivera aprovecha este hecho para ubicar, en dos grupos contrapuestos, a los personajes que lucharon tras uno u otro modelo de país. Cada bando se ubica detrás de una bandera. Girados hacia la izquierda, detrás de la bandera que muestra la imagen de la virgen de Guadalupe, se encuentra el padre Miguel Hidalgo quien, tras el famoso “Grito de Dolores”, se dedica a luchar por la independencia, arrastrando con él a algunos sectores populares, hasta que es apresado y fusilado. Lo rodean varios mártires de la primera parte de la lucha por la independencia (el más destacado, José María Morelos, otro sacerdote que actuó como sucesor de Hidalgo hasta que, él también, fue apresado y fusilado); todos estos hombres tenían en común, además de su afán independentista, el origen mestizo que Rivera resalta con el color de la piel (la excepción es un soldado de origen español que reclutó tropas extranjeras para luchar por la independencia de México, también murió fusilado). La imagen de la virgen de Guadalupe es fundamental para la cultura mexicana, y el éxito que su culto ha tenido desde sus orígenes se explica, entre otras cosas, por su afinidad con la diosa precolombina (…). Si hay algo que aglomere a los mexicanos, independientemente de su origen, es el culto a Guadalupe (Octavio Paz…). Rivera la representa de nuevo, en un contexto totalmente distinto y con una función radicalmente diferente, en el tercer fragmento de la obra, cuando ampara el cofre donde el pueblo ignorante deposita las limosnas.
El segundo grupo, girado hacia la derecha, se agrupa alrededor de la bandera tricolor mexicana y de la figura de Agustín de Itúrbide, quien es representado vistiendo su traje de emperador, un traje que usó durante sólo diez meses, desde el momento en que hizo efectiva la independencia de México (después de haber luchado del lado realista), hasta que fue exiliado; Itúrbide, proveniente de una familia rica, representa el modelo de un país mexicano conservador, tradicionalista y religioso, frente a la opción que propuso el padre Hidalgo y sus seguidores, que luchaban por un país donde los campesinos tuvieran acceso al poder político. Rivera inserta algunas figuras de rasgos indígenas dispersas entre el grupo de personajes históricos, pero estas figuras parecen ajenas al retrato de grupo para el que posan los personajes. La bandera de México es sostenida por Vicente Guerrero, un militar que primero luchó a favor de Itúrbide y luego contra él, y acabó, también, fusilado; que este personaje doble sea quien, justamente, sostiene la bandera mexicana, puede ser una manera de resaltar esta presencia doble en el seno de la nación mexicana.
Dentro del grupo ubicado del lado de Itúrbide se encuentran dos mujeres, ambas pintadas completamente de perfil, una girada hacia la derecha, la otra hacia la izquierda. Se trata, en ambos casos, de mujeres provenientes de familias ricas que se sacrificaron por la causa independentista. La representación de figuras femeninas en este trabajo de Rivera es bastante menor que el número de figuras masculinas; en la mayoría de los casos, se trata de mujeres que forman parte de la masa anónima que constituye el pueblo mexicano, o que apoyan las acciones revolucionarias masculinas. Las relaciones de Rivera con el sexo femenino son complejas, su vida privada está llena de episodios conflictivos y de relaciones tormentosas. En su pintura, la figura femenina ocupa el papel de imagen de fertilidad, objeto erótico, amante fiel y, ocasionalmente, instigadora del vicio (…). Sin embargo, cuando Rivera opina sobre el sexo femenino, normalmente lo hace en un tono protector y benevolente (…). En La epopeya del pueblo mexicano la mujer desarrolla, silenciosamente, un rol secundario.
Uno de los personajes de este grupo mira directamente al espectador; se trata de Manuel Gómez, que luchó contra la independencia y luego ganó la elección presidencial de 1828, pero que abandona el país frente a la amenaza de los militares liberales. Es curioso que, justamente este personaje, mire directamente al espectador; se trata de una recriminación sobre la falta de memoria histórica lanzada contra los mexicanos en general?
Sobre la lucha por la independencia Rivera, a diferencia de muchos intelectuales mexicanos, no es especialmente efusivo; en realidad, en muchos de sus escritos (…), insiste en el hecho de que México, más que alcanzar la independencia, cambió a unos amos por otros. La línea “popular” de independentistas  no ocupa un espacio demasiado destacado en su obra pictórica ni escrita, quizá podría tener que ver con el hecho de que, muchos de ellos, eran gente de iglesia, o simplemente Rivera no está de acuerdo en la manera como, tras la independencia, el país fue manejado. En todo caso, según la doctrina marxista, la única revolución que, realmente, puede mejorar la condición de las masas explotadas, es la que tiene lugar para transformar las relaciones de poder y las estructuras económicas a favor de los campesinos y los proletarios (…).

La invasión norteamericana: ocupando el arco que toca el extremo derecho Rivera representa la defensa del castillo de Chapultepec, al parecer, el único episodio glorioso en la lucha contra los Estados Unidos de América. Un oficial, Nicolás Bravo, dirige una descarga de fusiles. Por el suelo cubierto de cadáveres se puede entender que se trata de una defensa heroica, trágica e inútil, como efectivamente lo fue en la realidad. Llama la atención la inexistencia del enemigo, no hay un solo soldado norteamericano representado; sólo el castillo de Chapultepec, entre las nubes de humo, sirve para ubicar el episodio. Cuando Rivera comienza la obra (1929) la actitud del gobierno mexicano frente a Norteamérica es de acercamiento; la época dura, nacionalista, que recuperaba el discurso revolucionario, de la primera mitad del periodo de Calles (1924-1926)  ha terminado; y aunque los bocetos se presentaron un tiempo antes de comenzar la pintura, el tono de las relaciones con el “hermano del norte” es moderado. Rivera, por su parte, nunca dio señales de ser anti norteamericano; su ideología comunista lo convertía en un enemigo del capitalismo, pero para él una cosa era el capitalismo y otra los Estados Unidos, e incluso, casi podría decirse siguiendo el tipo de amistades que hizo en San Francisco, una cosa era el capitalismo y otra los capitalistas, contra quienes, por lo menos hasta el episodio del Rockefeller Center, no parecía tener nada en contra; al contrario, en varias ocasiones alabó el talento y el ingenio de los grandes industriales norteamericanos, sobre todo, cuando eran sus amigos (Henri Ford, …).
Un detalle difícil de explicar en esta parte de la pintura: abajo, a la izquierda, dos soldados, ajenos a la descarga de fusiles y a la defensa heroica de Chapultepec, se dedican a alimentar a un perro mexicano.

Los años de Santa Ana: en el arco central derecho Rivera pinta a una masa campesina que se dirige desde la zona de los bautismos en los primeros tiempos de la conquista al estrato superior, donde aparece un monje franciscano, obeso, grotesco, de cuerpo entero. Junto al sacerdote, también de cuerpo entero, el general Antonio López de Santa Ana, once veces presidente de México, figura fuerte de mediados del siglo XIX. Santa Ana es representado girado completamente hacia la derecha, llevando en una mano un cirio y en la otra un bastón, condecorado con medallas, y con una banda con la bandera tricolor de México en el pecho. Alrededor de Santa Ana un grupo de eclesiásticos lo mira complacido, uno de ellos bendice a un cofre lleno de monedas de oro. El cofre se ubica sobre las figuras anónimas de un grupo de campesinos que llevan pesados fardos. Inclinadas hacia el cofre hay dos figuras anónimas de las que sólo vemos los sombreros; en uno de ellos se lee “viva la libertad”, en otro de estas ironías típicas de Rivera, donde los textos dicen lo opuesto a los gestos de las figuras produciendo un efecto cómico; el humor es otra de las constantes de la obra de Rivera, un humor inteligente, punzante, empleado generalmente para desenmascarar a los tartufos.
Por encima de los campesinos, y a la derecha del cofre con monedas, un grupo de personajes históricos que, tras la guerra contra los Estados Unidos y la derrota de Santa Ana, consiguieron expulsar al caudillo después de proclamar el Plan de Ayutla (1854), una propuesta de gobierno federal y liberal que sirvió de bandera a la revuelta contra el, hasta hacía poco tiempo, todopoderoso Santa Ana. Detrás de estos personajes históricos hay una turba anónima vestida de rojo que levanta un bosque de lanzas. La turba está de frente, ligeramente girada hacia la izquierda, y su aspecto es atemorizador. Uno de los personajes que destaca de este grupo es Miguel Miramón, que al momento de la invasión francesa sirvió como colaborador, pero tras caer el gobierno de los extranjeros fue fusilado; sostiene una espada rota, símbolo de la traición, en dirección al cofre de las monedas de oro, alrededor del cual gira esta este episodio. Un pequeño personaje de aspecto desagradable y quevedos es un conocido académico que estuvo trabajando para el emperador Maximiliano hasta que fue expulsado por los propios franceses. En este caso Rivera decide representar a personajes que traicionaron a su país, responsables, ellos también, de la epopeya del pueblo mexicano. Otros colaboradores del emperador impuesto por Napoleón III completan el grupo.

La reforma: sobre el grupo de autoridades eclesiásticas y aristócratas criollos que rodean a Santa Ana se encuentra Benito Juárez y sus partidarios. Por primera vez desde los tiempos de los toltecas el grupo no incluye soldados ni militares. Juárez representado como un mestizo educado, fue el líder de los liberales que alcanzó la presidencia a mediados del siglo XIX; Juárez fue el primer presidente de México que no tenía un pasado militar, y esto Rivera se encarga de dejarlo claro representándolo, como al resto del grupo, elegantemente vestido de negro. La figura de Juárez es de las pocas a las que Rivera trata, a lo largo de toda su vida, con admiración; en su autobiografía ser refiere a él (…), y en textos de (…). Juárez, como sus compañeros, están girados hacia la izquierda, y sus vestidos civiles contrastan con el bosque de lanzas ubicado tras ellos. Un individuo del grupo sostiene un papel en donde se lee “Constitución de 1857 Leyes de la Reforma”, y de esta forma Rivera acentúa el carácter civil y legítimo de la figura de Juárez. Un personaje interesante de este grupo está a la izquierda de Juárez, es el ministro Ignacio Ramírez, que sostuvo la tesis, de moda en la época del positivismo, de que la naturaleza se basta a sí misma y, por lo tanto, Dios no existe; en esta ocasión el “nigromante” (éste fue su apodo) sólo muestra su rostro, pero años después, en El sueño de la Alameda, Rivera lo representa sosteniendo un papel donde se lee “Dios no existe”; a pesar de haber usado un intermediario la frase causó un escándalo, y varios actos de vandalismos, que acabaron llevando a la dirección del hotel donde se encontraba a tomar la decisión de cubrir el lienzo con unas cortinas (…). Las leyes de la Reforma implementaron un Estado federal, laico y moderno (sobre el papel), que contrastaba con el modelo impuesto anteriormente por las fuerzas conservadoras que apoyaron a Santa Ana. Este grupo de figuras anticlericales pertenecía a una logia masónica (…); Rivera aprovecha para dejar constancia de sus afinidades con este movimiento representando uno de sus signos bajo la bóveda de una iglesia a la que han roto la puerta; entre el grupo de seguidores de Juárez y los rebeldes que suscribieron el plan de Ayutla está la imagen de esta iglesia saqueada; hacia el fondo, unos hombres derrumban con picos otro edificio religioso.

Los años de Maximiliano: la línea narrativa salta aquí al arco de la extrema izquierda, probablemente por razones pictóricas y conceptuales: un pelotón de fusilamiento dispara hacia la izquierda, equilibrando al que, del otro lado, los defensores del castillo de Chapultepec disparan hacia la derecha, intentando rechazar a los invasores norteamericanos. En este caso, el pelotón fusila a Maximiliano, el emperador títere que impuso Napoleón III al México de Benito Juárez; es un pelotón mestizo y harapiento, muy diferente a los soldados de Chapultepec. En Chapultepec la resistencia heroica no impidió la entrada del invasor (como tampoco lo impidió la guerra a muerte de los aztecas); en cambio, el fusilamiento en el Cerro de las Campanas de Querétaro sí marcó la última aventura de gobernantes extranjeros en suelo mexicano. En Chapultepec los disparos, hacia la derecha, no lograron detener el curso de la historia; en Querétaro los disparos, hacia la izquierda, marcaron un punto de “no regreso” en la historia del país. Igual que en Chapultepec, los destinatarios de la descarga son invisibles. Maximiliano, Miramón, y Tomás Mejía (los tres hombres que fueron fusilados en el Cerro de las Campanas) aparecen en el extremo inferior de la escena. Rivera los representa con dignidad, encarando al pelotón harapiento que los ha apresado, respetando el honor que, según el relato histórico, estos hombres mostraron frente al pelotón de fusilamiento. Sobre la descarga de fusiles se ven los fuertes de Loreto y Guadalupe envueltos en el humo de la artillería, dos lugares donde la resistencia al ejército francés fue particularmente encarnizada. En el cielo, el águila de los Habsburgo huye, con su corona, para no volver. Sobre el grupo de Maximiliano se encuentra Juárez y tres héroes liberales, uno de ellos mirando directamente al espectador.

Los años de Porfirio Díaz: en el arco central izquierdo, Rivera representa a Porfirio Díaz arrinconado con sus seguidores frente a una turba de campesinos que lo mira desde abajo y a un nutrido grupo de personajes históricos que, sosteniendo pancartas y papeles, lo interpela desde la derecha. En el horizonte, las empresas petroleras norteamericanas. Porfirio Díaz, de rasgos europeos, vestido de general, con sombrero tricornio, medallas, la banda tricolor atravesándole el pecho, levanta una espada contra el grupo de opositores, aunque su expresión muestra miedo. Detrás de él se encuentra su mujer, y detrás de su mujer, un sacerdote. De esta forma Rivera representa la influencia de la iglesia, por persona interpuesta, sobre un gobierno de “ateos”: Porfirio Díaz excusó su política en el positivismo francés. Justamente, debajo de Díaz aparece el grupo de los “científicos”, los ministros que impusieron en México un sistema favorable a las empresas extranjeras, oprimiendo a la población local, quitándoles la tierra mediante leyes, imponiendo desplazamientos forzosos, y pagando salarios de miseria. Entre los “científicos” está José Yves Limantour, el ministro de economía, principal diseñador del modelo, y otros políticos liberales que antes trabajaron con Benito Juárez. Hombro con hombro de Porfirio Díaz, Rivera representa al general de la Huerta, que asesinó a Madero (el hombre que encabezó la lucha contra Porfirio Díaz) y militarizó al país, en un intento de regresar a un sistema similar al que imperó durante el “porfiriato”. Rivera representa, detrás de ambos dictadores, un bosque de bayonetas, subrayando la imposición por la fuerza militar del sistema que oprimía al pueblo mexicano. La turba que mira expectante a Porfirio Díaz se ha desplazado desde el estrato inferior, precisamente donde Rivera ha representado la escena de la inquisición.

La revolución mexicana: Rivera representa un nutrido grupo de opositores de Porfirio Díaz, sugiriendo, mediante la proximidad al dictador, las distintas etapas de la Revolución. Los más próximos son los políticos contrarios a la reelección de Díaz (en 1910) y los líderes populares que organizaron movimientos opositores. Algunos de estos líderes sostienen ejemplares de la prensa. Por ejemplo, en las manos del líder obrero Manuel Dieguez hay un diario donde se lee: “Revolución social Huelga revolucionaria de obreros 1906 1907”. Debajo de Dieguez Rivera ha representado a José Guadalupe Posada, con una libreta en la mano, un conocido ilustrador que se hizo famoso por sus calaveras, una de ellas la popular Catrina. Rivera representa también a varios políticos liberales que trabajaron para Juárez pero no se unieron, o se alejaron, del gobierno de Porfirio Díaz.
En el mismo grupo, pero algo más lejos de Porfirio Díaz, los personajes que participaron en la Revolución, dentro de los que destaca una mujer, que ayudó como enfermera a los revolucionarios después de que su hermano fuera asesinado por las fuerzas reaccionarias, quien aparece representado a su lado; se encuentra, también, a José Garibaldi (nieto del héroe italiano), quien cruzó el océano para luchar del lado de Madero. Junto a Garibaldi, uno de los líderes populares más importantes de la Revolución (aunque Rivera lo incluye en el grupo sin destacarlo), Pancho Villa, enemigo declarado del presidente Obregón, con quien Rivera mantuvo buenas relaciones. Sobre todos ellos está Emiliano Zapata, el líder campesino, la referencia clásica del revolucionario mexicano que lucha  a favor de los intereses del pueblo; Zapata sostiene un papel en donde se lee “Plan de Ayala”, que reúne las razones de su lucha, básicamente la devolución de las tierras que durante el “Porfiriato” perdieron los campesinos. Sobre el grupo de revolucionarios, en el horizonte, un conjunto de fábricas mexicanas; con ellas, Rivera da a entender que los mexicanos son capaces de gestionar su propia economía, sin necesidad de ponerse en manos de las empresas extranjeras, refiriéndose a uno de los temas más complicados para los gobiernos que siguieron a la Revolución. En la parte inferior del grupo Rivera representa al presidente Madero, vestido de civil, con aspecto digno, girado, como la gran mayoría de sus compañeros, hacia la izquierda, con la banda tricolor, mirando desafiante a Porfirio Díaz. Junto a él se encuentra José Vasconcelos, el antiguo empleador de Rivera, que para la fecha de pintar la obra se encontraba exiliado en los Estados Unidos; Vasconcelos mira directamente al espectador, como interrogante; es difícil saber qué tenía Vasconcelos en mente, según Rivera. Las relaciones entre los dos hombres eran tensas en esos momentos, y Rivera no duda en atacarlo públicamente (…). Abajo, en el rincón, el polémico general Carranza, que llevó a México a la quiebra; Rivera lo representa mirando hacia la izquierda, seguramente por su empeño en retar a los gobiernos extranjeros, confiscar sus bienes, y negarse a pagar la deuda externa. Junto a Carranza el líder agrarista Luis Cabrera sostiene un papel donde se lee “Ley del 6 de enero”, base de las primeras reclamaciones agraristas.
Rivera continúa la representación de la Revolución en el arco central, arriba del grupo de independentistas que se ganaron el apoyo popular (el padre Hidalgo y sus seguidores); de esta forma, se crea un vínculo claro entre el sector popular durante la guerra de independencia y algunos revolucionarios de los tiempos recientes. En una enorme pancarta roja, de letras blancas, se lee “Tierra y libertad”. De un lado, destaca la figura de un obrero anónimo que señala hacia la izquierda; del otro lado, Emiliano Zapata sostiene la pancarta con un personaje anónimo de aspecto humilde. Junto a Zapata el fundador del Partido Socialista, Felipe Carrillo Puerto, asesinado durante en los tiempos de de la Huerta (el ministro que se levantó contra el presidente Obregón). También, sobre la pancarta, José Guadalupe Rodríguez, líder agrarista asesinado en 1929, con quien Rivera tenía contacto. Pueblo y líderes se mezclan en este fragmento de la representación de la Revolución mexicana.

Los años de Obregón: también en el arco central, enfrentado a la pancarta que sostiene Zapata, se encuentran los presidentes Alvaro Obregón (girado hacia la derecha) y Plutarco Elías Calles (girado levemente hacia la izquierda) delante de un grupo de soldados. Si se asume que la dirección de los personajes implica su posición a favor o en contra de la corriente de la historia, Rivera está lanzando una crítica al gobierno de Obregón, un personaje que, para mantenerse en el poder, estableció acuerdos con los gobiernos y las empresas extranjeras, y mantuvo un frágil pacto de no agresión con la iglesia católica y los sectores conservadores del país. Obregón se encuentra próximo al emperador Itúrbide; puede que de esta manera Rivera lance otra crítica contra un presidente que se hizo reelegir, violando la constitución, y pretendió gobernar a México siguiendo sus intereses personales. Calles, en cambio acompaña con la dirección de su gesto el avance de los tiempos, lo que indica que Rivera representa el Calles del primer periodo, defensor de los valores revolucionarios, y no el Calles del segundo periodo, traidor de los principios revolucionarios. En todo caso, ambos aparecen en oposición a Zapata y la pancarta que pide “Tierra y libertad”. Detrás de Obregón están los conspiradores: el hombre que lo asesinó, una mujer que instigó el asesinato, sombreros de capitalistas, cofias de obispos, personajes de aspecto siniestro. Detrás de Calles, en cambio, hay un nutrido grupo de soldados.















CONCLUSIONES


El carácter de Rivera coincide en muchos aspectos con la historia de México a principios del siglo XX: el caos y la confusión conviven con la claridad de los objetivos y el pragmatismo para alcanzarlos; los impulsos autodestructivos se mezclan con la solidaridad y la entrega honesta de muchos líderes; la apatía y la inercia avanzan en paralelo a una fuerza creadora explosiva, y a una voluntad férrea, aunque desordenada, para perseguir grandes ideales. Si el México de principios de siglo fue dual y contradictorio (apoyó a personajes tan distintos como Porfirio Díaz y Emiliano Zapata; creyó ciegamente en el positivismo y luchó fanáticamente para defender a la Iglesia; se entregó a las potencias extranjeras y puso todo su empeño en construir una identidad nacional puramente mexicana), el autor de La epopeya del pueblo mexicano no lo es menos (amó y se entregó absolutamente a mujeres que luego abandonó de la manera más egoísta; se mostró hábil y arribista para después destruir todo lo que había conseguido incluyendo detalles provocadores en sus frescos; dedicó su vida a un país en el que nunca estuvo a gusto, y al que vio con una mezcla de lástima y desprecio; luchó y se sacrificó por una ideología que, según puede deducirse de sus escritos y de los testimonios de sus contemporáneos, nunca llegó a entender realmente)[18].
Sobre esta base, La epopeya del pueblo mexicano no puede ser una narración clara y comprensible de la historia de México, capaz de convencer a los visitantes del Palacio Nacional de la necesidad de apoyar y fomentar a la revolución comunista. Si ésta es la idea correcta, Rivera no era la persona adecuada.
La epopeya del pueblo mexicano es una explosión creativa, pintada en su mayor parte durante un periodo increíblemente corto de tiempo (unos pocos meses para cubrir cientos de metros cuadrados), una obra libre, ambiciosa, expresiva, impactante, técnicamente muy bien lograda y, sobre todo, ecléctica. De alguna manera, Rivera, en la Epopeya del pueblo mexicano, es como los indios de los tiempos coloniales, quienes, para seguir adorando a Coatlicue, su diosa madre, adoptaron el culto de la Virgen de Guadalupe; en el caso de Rivera, para seguir persiguiendo sus fantasías decimonónicas de armonías cósmicas y leyes universales, se prepara un marxismo “a la carta”.
Rivera mezcla, siempre, todo, consciente o inconscientemente, procesado o en bruto, Rivera mezcla. Mitos prehispánicos, narraciones contemporáneas, escritos de los conquistadores, manuales pseudo científicos, teorías de arte de vanguardia, libros de arquitectura, cuentos populares, imágenes, experiencias, creencias, opiniones, anécdotas sin fundamento, todo está allí, unido con una naturalidad que, justamente, es la mayor muestra de la genialidad de Rivera. En los dos primeros tercios de La epopeya del pueblo mexicano Rivera es fiel a los bocetos y se muestra relativamente serio (sólo alguna ironía aparece en un pequeño escrito); pero en la última parte, pintada al regresar de los Estados Unidos, muy infiel a los bocetos, Rivera se suelta, y caricaturiza, ataca, se ríe, satiriza, y hace todo lo posible, con su pintura, para perder su empleo.
Rivera, como todos los seres humanos, es un producto de su tiempo; pero un producto curioso, excepcional, irrepetible, que ha dejado una obra que se reconoce inmediatamente y que constituye el patrimonio fundamental de cada uno de los lugares donde fue realizada. La epopeya del pueblo mexicano es, sin duda, el fragmento del Palacio Nacional de México que más atrae a los visitantes.
El carácter al mismo tiempo comprensible (en la narración) y complejo (en la técnica y los conceptos plásticos) ha sido, quizá, en su momento, la fórmula del éxito para Rivera. Por un conjunto afortunado de circunstancias, Diego Rivera, pintor vanguardista en el París de la belle epoque, decide utilizar sus conocimientos plásticos para crear una obra destinada a los campesinos analfabetas del interior de México. Lo increíble es que no fracasara en el intento.
En La epopeya del pueblo mexicano Rivera fabrica una narración plástica monumental sobre la historia de México, destinada a promover la revolución comunista en el edificio público simbólicamente más importante del país. ¿Cómo es posible un proyecto así, en este lugar, cuando, al momento de ejecutarse la obra, el partido comunista había sido ilegalizado y el gobierno perseguía, torturaba, y asesinaba a los comunistas?
Además de su capacidad artística, Rivera fue tremendamente hábil en su trabajo de relaciones públicas, autopromoción, y venta. En París fue amigo íntimo, compañero y cómplice de Pablo Picasso, la gran referencia de la nueva generación de pintores, y una figura omnipresente en los sitios predilectos de la bohemia durante los años locos. Antes, en Madrid, Rivera se había conectado con los círculos de intelectuales de ese país oscuro que era España en aquél momento, y entre los grandes amigos que dejó estaba Valle Inclán y otros representantes de la generación del 98. Luego, en México, Rivera no tarda en convertirse en el pintor predilecto del Secretario de Cultura, José Vasconcelos, encargado de dirigir la política educativa y cultural del México post revolucionario. Cuando, por presiones populares, el gobierno pone fin al proyecto muralista, Rivera es el único que mantiene su empleo y recibe nuevos encargos. Cuando Vasconcelos cae en desgracia, Rivera le hace la corte al nuevo ministro y mantiene su puesto de pintor de la corte. Tan seguro está de su posición que decide dejar los trabajos a medias para cumplir con un encargo del otro lado de la frontera; en San Francisco Rivera se codea con el jet set y, literalmente, tiene una lluvia de encargos por toda Norteamérica; en el Museo de Arte Moderno de Nueva York celebran una antología suya y, con todo y su comunismo, se pone de moda en el ambiente snob hasta el desastre del Rockefeller Center. La lista de admiradores de Rivera incluía a figuras tan dispares como Albert Einstein y María Félix (de quien logra ser amante), Charles Chaplin y Henry Ford.
La fama internacional fortalecía la posición de Rivera en México, pero también lo aislaba. Es curioso que con sus camaradas Rivera no consiguiera entenderse. En su primer viaje a Rusia le fue mal, en México lo expulsaron dos veces del Partido Comunista (y en ambos casos sufrió depresiones por esto). Rivera sabía cómo alcanzar el éxito, pero su vocación autodestructiva era más fuerte.
El gobierno mexicano le dio libertad, pero cuando el mensaje de la revolución mexicana comenzó a ser contraproducente, Rivera dejó de recibir encargos oficiales. Cuando Rivera pinta La epopeya del pueblo mexicano no sospecha que el gobierno  dejará de darle nuevos trabajos en poco tiempo. Esta inconciencia favoreció la libertad que caracteriza la tercera parte del mural.
Pero la habilidad de Rivera como relaciones públicas no explica realmente por qué un gobierno anticomunista llena la pared más visible del edificio de uso político más importante del país con propaganda revolucionaria marxista. ¿Desidia? ¿Miedo al escándalo? ¿Respeto por el artista? ¿Incomprensión de la obra? No parece que se trate de nada de esto. Un gobierno que viola los derechos humanos abierta y cotidianamente no parece víctima de la inercia, o especialmente cuidadoso con la opinión pública, o respetuoso del arte, o ignorante de los mensajes que el mural presenta (sobre todo, cuando hay un retrato de Marx en uno de los puntos más visibles de la pintura). Es difícil saber qué pasaba por la cabeza de los ministros y de los altos funcionarios al subir la escalera del Palacio Nacional en aquella época, pero quizá la respuesta tiene que ver con ese carácter dual, paradójico, contradictorio, del que se habló antes: mientras se busca la manera de favorecer un modelo de país conservador, que traiciona los principios de la revolución mexicana, un hombre enorme, obeso, hace equilibrio en unos andamios para promover, con su mejor intención, la revolución proletaria y la lucha de clases.






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[1] Rivera creía que todo arte era político, y que el buen arte debía servir para despertar la conciencia política (…)
[2] Desde cuatro ángulos: 1. La historia de México como se entendía en el momento de gestarse la obra. 2. La historia de México como se entiende ahora. 3. Las fuerzas que dominaban México al momento de pintar el fresco, y que influyeron en su concepción. 4. La visión que Rivera tuvo de la historia de México.
[3] La biografía que Rivera fabricó del personaje Rivera, recogido en el libro autobiográfico de …, y la biografía que un especialista preparó de Rivera como ser humano.
[4] Aprovechando los textos clásicos de Panofsky junto a los autores contemporáneos (Daniel Arasse, Umberto Eco, Michel Foucault, Roland Barthes, entre otros).
[5] Op. cit. : « A Cempoala, après avoir jeté bas les idoles du sanctuaire principal, il [Hernan Cortes] fait blanchir l’édifice à la chaux pour enlever la trace du sang des sacrifices. Puis il fait dresser un autel pour placer l’image de Notre-Dame, à laquelle il vouait une adoration spéciale. Alors, il réquisitionne purement et simplement quatre prêtres du culte indigène, leur ordonne de se couper les cheveux, qu’ils portaient tombant jusqu’à la ceinture, et les affecte d’office au service de l’image de la Vierge. Il leur signifie de tenir l’autel toujours fleuri, de brûler du copal, l’encens indien, devant la croix et leur montre comment utiliser la cire d’abeille pour fabriquer les chandelles nécessaires à l’adoration perpétuelle de l’autel ».
[6] El gobierno de Porfirio Díaz buscó ofrecer mano de obra barata a los grandes capitales acabando con el pequeño productor rural; una serie de leyes dejó sin tierras a un gran número de campesinos, y estos alimentaron los ejércitos revolucionarios durante los largos años de la guerra civil.
[7] Semo (1989; p…): “En programa [du parti comuniste] destacaban los porpósitos de reducir la jornada de trabajo en el campo y romper el servilismo en las haciendas; aumento de salarios industriales; formar sindicatos de empresas; organizar a los inquilinos para su defensa. Su objetivo era crear una sociedad comunista bajo la dictadura proletaria, pero no de un partido”.
[8] Entre les foundateurs il etait Diego Rivera.
[9] Semo (1989; p. 74): Durante la segunda campaña electoral, Calles se había transformado. Resaltó en sus discursos la intención de despertar la conciencia de clase de los trabajadores, estlimular su desarrollo gremial, reglamentar el artículo 123, atacar a los latifundistas, aristócratas y reaccionarios, así como gobernar para los campesinos, obreros, clases medias y “submedias”. […] Habló de comunicar elpaís y hacer gobierno de mayoría, no de partidos, así como de tener acercamientos internacionales, pero sin intervenciones. Poco después expresó que respetaba las religiones, pero se oponía a castas sacerdotales aliadas al capital y a terratenientes. Era su declaración de guerra contra la Iglesia.
[10] (RIVERA, D., 1991; 26): In Spain, I also made friends with the great Spanish writer Marquis Ramón del Valle Inclán, and with Ramón Gómez de la Serna, who was wining recognition as an important writer of the new generation.
[11] El propio Rivera (RIVERA, D., 1996-1; p. 114) renegaría luego de su aprendizaje en España para valorar la primera residencia en París: “Al mes siguiente me marché a Europa. Se iniciaron para mí una serie de días nebulosos. La pérdida gradual de las cualidades de mis dibujos infantiles, trabajos tristes y banales. Iba de un museo a otro, devoraba un libro tras otro. Así hasta 1910, que fue el año en que vi muchos cuadros de Cézanne. Fueron los primeros cuadros de la pintura moderna que me proporcionaron una satisfacción verdadera. Después vi los cuadros de Picasso, los únicos por los que sentí una especie de simpatía vital. Henri Rousseau con toda su obra fue el único entre los pintores modernos que tocó todas y cada una de las fibras de mi ser. Todo el sedimento que la mala pintura había dejado en el pobre estudiante mexicano fue desalojado cuando él se hallaba todavía lleno de timidez ante Europa.”
[12] Rivera seguía tan cerca del cubismo que Max Jacob pensó que era Picasso el autor del cuadro (…; p. 115); a su vez, unos meses más tarde, Picasso pintaría el Homme acoudé sur une table, que tiene gran semejanza con el cuadro de Rivera, quien entonces acusaría a Picasso de plagio.
[13] El mismo Apollinaire participaría en la contienda con una pequeña obra bufa, Les mamelles de Tiresias, que provocaría un escándalo y llevaría a la publicación de una carta de protesta donde firmaban varios pintores, entre ellos Diego Rivera.
[14] RIVERA 1996-1; p. 26
[15] Siguiendo la correspondencia (RIVERA, D. 1996-1) en la primera fecha Rivera no sugiere nada que haga suponer su afinidad ideológica con la doctrina comunista; en 1920 hay un testimonio de su amigo Alfonso Reyes identificando a Rivera como “futurista” (cosa que Rivera nunca fue, pero parece ser la forma como Reyes entendió el tono revolucionario de Rivera); y en un artículo publicado al llegar a México, en 1921, las ideas que Rivera expone ya están completamente influenciadas por la doctrina marxista.
[16] Sobre las ideas del tiempo cíclico y del mesianismo en la cultura mexicana (…) señala:
[17] Sobre las complejas relaciones entre la población campesina de México, la iglesia católica, y el poder político ver
[18] Este carácter contradictorio de México, al mismo tiempo salvaje y heroico, atrajo a un buen número de intelectuales y artistas de la época: Malcom Lowry, Luis Buñuel, Ernest Hemingway, D. H. Lawrence, Trosky, Orson Welles, etc., quienes, la mayoría de las veces, no sabían si amaban u odiaban a esa tierra.